23 de mayo de 2023 | Literatura
Las trashumancias marinas del hombre elegante y longilíneo eran frecuentes y variadas, y el viaje en el que conoció a Albertine era el corolario de una serie de pequeños desafíos que Muniagurria se imponía -por orgullo, pero también, hay que decirlo, por jactancia- como un ejercicio con el que atenuar su permanente sed de aventuras y conocimientos refinados.
En París y Brulelas tenía dos residencias que visitaba todos los años -visitas que fueron interrumpidas por el estallido de la Gran Guerra- y en las proximidades de Reims, una casa de campo con granero, molino y establo. El regente de sus propiedades era otro argentino, Fernando Vieytes, amigo y hombre de negocios. Muniagurria cultivaba, además, el ejercicio de las peregrinaciones, las lecturas de novelas por entregas y el amor al alpinismo. Albertine lo supo esa primera noche en el salón principal del crucero: Muniagurria se acercó al piano en el que la joven había ejecutado la mazurca polaca, y en un francés impecable, le dijo:
—La pieza que usted acaba de brindarnos me recuerda un episodio excepcional de una obra de Chéjov: en ella, una muchacha alemana deslumbra con el piano a los concurrentes de una cena organizada en honor al zar, deslumbramiento acentuado por la belleza de la intérprete. Nunca olvido esa lectura, porque la hice en una pequeña cabaña a los pies del Mont Blanc. Los vientos descendentes azotaban las maderas y los vidrios de nuestro resguardo; la noche más profunda se cernía amenazante sobre el grupo de guías y escaladores; desde la profundidad del valle llegaban pocos sonidos, sordos e ininteligibles; sólo el blanco de las nieves eternas -en ese momento Muniagurria se acercó algo más a Albertine y observó detenidamente su rostro-, ofrecía una promesa de felicidad, descanso y bienaventuranza.
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