3 de diciembre de 2025 | Opinión
La discapacidad no es solo una condición personal: es una construcción social que revela qué tan justas son nuestras comunidades. Y hoy, cuando analizamos la situación en Argentina, la respuesta es dolorosa. Las mujeres con discapacidad enfrentan el doble de obstáculos para acceder a la salud, menor presencia en el mercado laboral, mayores índices de pobreza y, por si fuera poco, más riesgo de sufrir violencia física, sexual o institucional. La intersección entre género y discapacidad no suma desigualdades: las multiplica.
En pleno siglo XXI, Argentina aún no produce estadísticas públicas y sistemáticas que permitan saber cuántas mujeres con discapacidad viven en cada provincia, cómo acceden a la salud, al empleo, a la educación o a la justicia, ni qué tipos de violencia enfrentan. Esa ausencia no es un detalle técnico: es parte del problema. Lo que no se mide, no se ve. Y lo que no se ve, no se aborda. La falta de un mapa federal con perspectiva de género y discapacidad deja a miles de mujeres fuera de la agenda real de las políticas públicas.
La coyuntura política nacional agrava aún más esta situación. En un contexto de ajuste, restricciones presupuestarias y recortes en áreas sensibles, las personas con discapacidad —y en particular las mujeres— han sido uno de los segmentos más vulnerados. Los retrasos en el pago de prestaciones, la incertidumbre sobre la continuidad de programas esenciales, la caída en la accesibilidad a la salud y la falta de previsibilidad en las políticas públicas profundizan desigualdades que ya eran estructurales.
Cuando el estado se retira o llega tarde, la exclusión se acelera, y quienes más dependen de la presencia estatal quedan doblemente desprotegidas. Hablar de discapacidad hoy es también hablar de justicia social, de prioridades políticas y de la urgencia de que las decisiones nacionales no sigan ampliando brechas.
En la mayoría de los hogares, las tareas de cuidado recaen en mujeres: madres, hermanas, abuelas que sostienen terapias, turnos, traslados, tratamientos y trámites interminables. Ellas renuncian a trabajos, postergan proyectos y asumen una carga emocional y económica inmensa.
Los retrasos en prestaciones, las demoras en obtener certificados, la falta de profesionales y la burocracia afectan a cualquier persona con discapacidad, pero golpean con más fuerza a las mujeres que suelen llevar adelante esas gestiones. Cuando el Estado falla, son ellas quienes pagan el costo más alto.
Las mujeres con discapacidad sufren más violencia que el resto, muchas veces del propio entorno que debería acompañarlas. Acceder a la denuncia, a la justicia o a medidas de protección es todavía más difícil cuando se cargan múltiples barreras.
La inclusión debe traducirse en políticas concretas: garantizar prestaciones sin interrupciones, invertir en accesibilidad real, reconocer a cuidadoras y cuidadores, construir estadísticas con enfoque de género y discapacidad, y abordar la violencia como un problema urgente de derechos humanos.
Este 3 de diciembre debe ser un recordatorio poderoso: cuando una mujer con discapacidad queda afuera, la democracia también se empobrece. Construir un país donde la discapacidad deje de ser una barrera y donde ser mujer no implique desigualdad es un compromiso impostergable.
(*) Lorena Matzen, legisladora de Río Negro y secretaria de la Mujer de la Unión Cívica Radical (UCR).