5 de diciembre de 2025 | Historia
Como general vencedor en Caseros (3 de febrero de 1852) Justo José de Urquiza tomó el control de la Ciudad de Buenos Aires y le impuso sus rígidas normas. Los unitarios y liberales porteños que retornaban del exilio vieron esfumarse sus ingenuos sueños de que el entrerriano desplazaría a Juan Manuel de Rosas para entregarse mansamente a su control. Rápidamente el humor cambió y las críticas e ironías sobre el entrerriano comenzaron a cobrar fuerza en secreto, por el temor que provocaban sus eventuales reacciones frente a las burlas.
Si bien Buenos Aires no tenía tropas propias, contaba con el dinero que ganaderos y comerciantes estaban dispuestos a invertir con tal de no perder la Aduana ni verse sometidos a la dirigencia del interior. Para inicios de septiembre de 1852, Urquiza se trasladó a Santa Fe para inaugurar las sesiones del Congreso Constituyente. Sus aliados correntinos recibieron la orden de mantener la ciudad a raya.
La ocasión era apropiada para que unitarios, liberales y exrosistas resolvieran olvidar sus antiguos conflictos y se aplicaran a la causa común de recuperar el control de la provincia. Nicolás Anchorena recolectó entre los ganaderos porteños una importante suma –equivalente a unos noventa kilos de oro– para sobornar a los correntinos. Estos se sumaron a guardias nacionales porteños y el 11 de septiembre tomaron el control de la plaza de la Victoria. La Sala de Representantes volvió a reunirse, celebrando el éxito de la revolución incruenta. La participación popular fue escasa y el heroísmo no pasó de los encendidos discursos. En vano trató Urquiza de revertir lo sucedido.
El sitio terrestre y fluvial que impuso a Buenos Aires a partir del 6 de diciembre de 1852 culminó en una nueva decepción. Cinco mil onzas de oro (alrededor de 155 kilos) convencieron al almirante norteamericano John Coe de la conveniencia de entregar la flota de la Confederación bajo su mando a las autoridades porteñas, el 20 de junio de 1853. Al tomar conocimiento de lo sucedido, la voluntad de los oficiales a cargo de la invasión de la provincia, comandada por Hilario Lagos, se diluyó bajo una nube de papel moneda, pocos días después, el 13 de julio.
La Revolución de Septiembre permite comprobar que los enfrentamientos facciosos entre federales y unitarios disimulaban la cuestión de fondo en la política argentina: la relación entre Buenos Aires y el interior. En tal sentido, todo el arco dirigencial porteño coincidía en su interés de incorporarse a un orden nacional exclusivamente en caso de tener una posición hegemónica. De no ser así, la secesión era la alternativa preferida.
Una vez recuperada la autonomía porteña, esa heterogénea alianza dirigencial dio vida a un régimen político original: la República de la Opinión. En su seno, un grupo de notables liberales, federales y unitarios se repartía las bancas de la Sala de Representantes, adoptando una estructura colegiada de gobierno, con un gobernador que servía como articulador.
A principios de 1854 se sancionó una Constitución provincial –“revolución codificada”, en términos de Alberdi–, que proclamó la soberanía provincial y creó una Legislatura bicameral, para permitir el ingreso de nuevos intereses y círculos. La proclamación de la soberanía territorial era la respuesta a la decisión de Urquiza de hipotecar la tierra pública bonaerense como garantía de los créditos que estaba tomando generosamente de la banca Mauá (brasileña) y de la banca inglesa, para sostener las débiles finanzas de la Confederación.
El retorno de liberales y unitarios a funciones de gobierno se acompañó de la práctica sistemática del fraude electoral, a fin de mantener el control institucional excluyendo la participación de las mayorías. Violencia, manipulación de los resultados, reemplazo de boletas… Todo era válido.
Un liberal de raza, Héctor Varela, publicaba una enriquecedora reflexión en La Tribuna en 1862: “El señor Bartolomé Mitre, nuestro compañero político, poniéndose al frente de las necesidades supremas de aquel momento solemne, comprendiendo la necesidad de vencer a Urquiza en los comicios, desenterró a los muertos del cementerio, llevó sus nombres a los registros y venció a Urquiza en la contienda electoral, sin que a naides se le ocurriese entonces ni después, en nombre de eso que se ha llamado la pureza del sufragio, espantarse ante la aparición de los muertos que venían a dar vida a las instituciones y la libertad amenazadas”. (www.REALPOLITIK.com.ar)