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La caída del Imperio Romano de Oriente, consumada con la toma de Constantinopla por los turcos otomanos el 29 de mayo de 1453, es un hecho que marca un quiebre profundo en la historia europea, pero no fue un hecho repentino.
La caída del Imperio Romano de Oriente, consumada con la toma de Constantinopla por los turcos otomanos el 29 de mayo de 1453, es un hecho que marca un quiebre profundo en la historia europea, pero no fue un hecho repentino. El derrumbe y decadencia del otrora floreciente Imperio Bizantino fue un proceso de siglos, en los cuales los cimientos de la “Nueva Roma” de oriente fueron roídos por circunstancias interna.
Su posición estratégica atrajo sobre los bizantinos la atención de múltiples enemigos, sus riquezas fueron dilapidadas por sus nobles y años de malos gobiernos imperiales se saldaron, junto a las diferencias religiosas y la falta de un sentido del patriotismo y unidad, con la desaparición de tal milenaria entidad.
Los primeros síntomas de desgaste y fatiga se advierten incluso al momento del nacimiento de Bizancio como imperio. Fundada Constantinopla por el emperador romano Constantino, el “Grande”, en el año 330 de nuestra era, y tras la división definitiva del Imperio Romano hacia el año 395, fue elegida como sede de la mitad oriental. En el primer siglo de vida del Imperio de Oriente, las rencillas internas y las disputas dinásticas por el trono desgastaron la autoridad del gobierno y provocaron el ascenso de la nobleza militar y terrateniente de Asia menor.
Este proceso de decadencia del poder imperial fue revertido por Justiniano I (527-565), quien reconquistó gran parte de las tierras del occidente de manos de los bárbaros germanos y reorganizó el ejército y la administración imperial, amén de codificar la legislación del imperio. Pero tras su muerte sus sucesores, con las honrosas excepciones de Heraclio I en el siglo VII y Basilio II, hacia el año 1000, fueron incapaces de administrar de forma decente el imperio y contener el poder de los nobles y del clero ortodoxo, que se alejaba cada vez más del papado de Roma y del control imperial.
Las divisiones entre las sectas cristianas dividieron más al imperio y lo dejaron vulnerable ante los embates de los pueblos islámicos, eslavos y nórdicos. La separación de la iglesia ortodoxa del control romano, en 1054, distanció más al imperio de sus vecinos cristianos de Europa occidental y le restó fuerza militar para resistir los embates de los invasores que lo acosaban. La llegada de la dinastía Comnenos en 1080, propició un nuevo resurgir del imperio, beneficiado por la ayuda militar de los cruzados latinos y por el ascenso de la clase media rural apoyada por el imperio que debilitó el poder de la nobleza militar. Pero hacia fines del siglo XII, las luchas sucesorias por el trono imperial abrieron camino a los latinos, que, con el pretexto de una nueva cruzada contra el islam, y manipulados por la República de Venecia (rival comercial de Bizancio), se metieron en la pelea y apoyaron a sus candidatos y como corolario, saquearon y conquistaron Grecia y Constantinopla, entronizando a un noble flamenco como emperador, Balduino I.
La resistencia bizantina continuó en Asia menor y la hostilidad de los nativos impidió a los cruzados asentarse, y finalmente, Constantino Paleólogo, militar bizantino, los expulsa en 1261. Pero la nueva dinastía poco puede hacer para contener el avance de los musulmanes que se aprovecharon de las guerras entre cristianos para resurgir. Los turcos y los mamelucos egipcios, empiezan a repartirse el imperio y sus restos en Asia. Solo la alianza con los mongoles y con el reino de Hungría le dio aire fresco a los bizantinos, que lograron evitar la caída de su ciudad pero debieron pagar tributo a los turcos y al reino de Sicilia.
En Albania y Bulgaria surgieron movimientos separatistas hacia el siglo XIV y Serbia y Valaquia se hicieron vasallas de Hungría, dejando al imperio reducido a las murallas de Constantinopla y las tierras griegas hacia el año 1410. Un último intento por modernizar el ejército con mercenarios extranjeros y una frustrada reconciliación con Roma en 1439 no condujeron a nada positivo. Para colmo la asistencia ofrecida por Hungría al emperador germano fue desbaratada por los turcos en sendas batallas campales. Para 1448, los turcos, renacidos de la conquista mongola, había tomado casi todo el reino bizantino y los países vecinos, aislando más al moribundo imperio.
El papa Nicolás V prometió ayuda al último emperador, Constantino XI, pero los refuerzos nunca llegaron a tiempo y el resto de la Europa cristiana se desentendió de Bizancio. Miles de refugiados griegos y bizantinos acudieron hacia Italia en busca de refugio llevando sus tesoros artísticos e intelectuales.
Constantino XI, en 1453, decidió presentar batalla sin esperar las tropas húngaras de refuerzo, y sin el apoyo del principado ruso de Moscovia, acabó sucumbiendo tras días de heroica resistencia ante el sultán Mehmet II y sus huestes. Así, el águila bizantina exhalaba el último aliento, pero la idea imperial no moriría con Bizancio, la antorcha la recogerían otras naciones. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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