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7 de marzo de 2020 | Historia

La leyenda

Martina Chapanay, la hija del viento Zonda

Martina Chapanay nació alrededor de 1800 en la intendencia de Córdoba del Tucumán, en la actual provincia de San Juan, en la zona de las Lagunas de Guanacache. Su apellido procede de la lengua huarpe milcayac, "chapa nay" o “zona pantanosa”.

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por:
Alberto Lettieri

Su lugar de nacimiento, que ahora es un desierto, era a principios del siglo XIX una región pantanosa, en la que se unían las aguas de los ríos Mendoza y Desaguadero. Poco es lo que sabemos sobre Martina, a excepción de destellos puntuales de su existencia. Existe, por ejemplo, una controversia sobre sus orígenes. La hipótesis más aceptada sostiene que habría sido la única hija de la unión entre uno de los últimos caciques huarpes, Ambrosio Chapanay, y de Mercedes González, una mujer blanca nacida en la ciudad de San Juan. Otros, en cambio, afirman que su padre era un indio chaqueño que se había refugiado entre los huarpes, y su madre una mujer sanjuanina llamada Teodora, apasionada por la educación. 

Criada en un pueblo derrotado y evangelizado, sometido y relegado a la práctica de la agricultura, sus hábitos pacíficos contrastaron con el carácter indómito de esta niña, fruto del mestizaje y decidida a romper las reglas.  

Martina fue educada en los oficios femeninos, pero también aprendió las habilidades que por entonces estaban asociadas a los hombres. Llamaban la atención sus virtudes como jinete y como cuchillera. Hacía galopar con maestría a los caballos en los arenales, montaba en pelo con naturalidad, participaba en cacerías, pialaba terneros y nadaba con enorme destreza. Su fino sentido de la orientación la convirtió naturalmente en chasqui. Cuentan que el mismísimo general San Martín utilizó sus servicios como mensajera en su epopeya libertadora.

De baja altura, fuerte y muy ágil, era morena y su cabello era negro azabache y le llegaba hasta la cintura.  

A la muerte de su madre, su padre la entregó para su crianza a Clara Sánchez, residente en la ciudad de San Juan. Pero Martina demostró su carácter indomable, y consiguió escapar, dejando encerrada a la familia que la había recibido. 

Inmediatamente retornó a vivir con los huarpes, hasta que un día llegó un emisario de Facundo Quiroga con la misión de reclutar hombres para las montoneras, Martina se enamoró de él y de la causa federal, y no dudó en acompañarlo en las luchas que Facundo mantenía con los unitarios que pretendían subordinar a las provincias a los intereses y la autoridad de Buenos Aires. Aunque inicialmente se desempeñó como “soldadera”, como las demás mujeres, quienes se encargaban de cocinar, cuidar a los heridos y hacer elementales curaciones. Pero no por mucho tiempo, ya que en el combate del Tala, la aguerrida joven tuvo ocasión de demostrar sus habilidades en el manejo del cuchillo y la lanza.

La repercusión que tuvo su desempeño obligó a Facundo a autorizarla para combatir junto con su marido. Al convertirse en montonera, adoptó la vestimenta de los gauchos, consistente en poncho, vincha, chiripá y botas de potro. Apasionada y principista en extremo, fue emergente natural y víctima de la época y de las circunstancias que le tocaron vivir. 

Durante mas de una década, Martina y su marido combatieron a las órdenes del caudillo riojano. Las montoneras eran un conglomerado heterogéneo, en el que convivían gauchos, indios y pobres, todos ellos víctimas de la sociedad blanca y eurocéntrica. Todos ellos despreciados por los que intentaban adaptarse al nuevo orden, que los asociaban con una pretendida “barbarie”. 

Allí Martina conoció y admiró a Ángel Vicente Peñaloza, el “Chacho”, lugarteniente de Facundo, a quien apreció. En las batallas ella cuidaba la espalda de su hombre y así le salvó la vida en repetidas ocasiones. Sorprendidos por su desempeño en el campo de batalla, pronto comenzaron a circular los rumores de su supuesto pacto con el diablo. 

Hasta que llegó la batalla de la Ciudadela. Tremenda, catastrófica. Ella no pudo participar y su hombre murió de un sablazo en medio de la tierra arenosa. Allí perdió su único lazo familiar, ya que sus padres habían fallecido hacía tiempo.

También allí cambió la fortuna para Facundo que, debilitado y perseguido, comenzó a reclutar a sus colorados para secundar al gobernador porteño Juan Manuel de Rosas en la campaña del Desierto. La empresa rompió el vínculo entre Martina y su jefe. No podía perdonarle que ahora luchara a las órdenes de un porteño e iba a avanzar sobre los pueblos indígenas. Martina sintió que todo aquello en lo que había confiado la abandonaba. Su hombre había muerto. Su familia era sólo un recuerdo. Y su líder ya no convocaba a los indios para luchar a su lado, sino que iba a emprender una empresa en su contra. Con el alma en pena mordió su bronca y retornó a su San Juan de la niñez. 

Pero Martina no tenía un punto de retorno. Los pueblos huarpes de las lagunas habían sido arrasados. Su carácter indómito no aceptaba rebajarse a trabajar a las órdenes de un patrón en una estancia. La lucha, la defensa de los más débiles, era su vida. Tantas veces había arriesgado su vida, y ahora todo parecía en vano. 

Los rezagos de lo que habían sido las montoneras de Facundo ya no tenían caudillo ni referencia. Muchos se convirtieron en bandoleros, en bandidos rurales, que deambulaban entre vicios y borracheras, esperando su final. 

Martina adoptó esa forma de vida. Allí conoció al bandido Cruz Cuero, jefe de una temible banda que se adueñó de la región por varios años. Fue su hembra pero nunca su mujer. Hasta que, finalmente, un día sobrevino la tragedia, cuando se enamoró de un joven extranjero que había sido secuestrado. Cruz Cuero estalló de ira. “¡Te calentaste con el Gringo!”, gritaba echando fuego por sus ojos. Inmediatamente asesinó al muchacho de un balazo y golpeó brutalmente a Martina. Pero eso no la acobardó. Tomó una lanza y, como en sus tiempos de montonera, atravesó a su agresor, pero le perdonó la vida, sintiendo lástima y tal vez entendiendo que los gritos de Cuero no estaban errados. 

Martina partió, una vez más, hacia la nada. Armó sus propias bandas. Sus acciones delictivas atravesaban la serranía de Pie de Palo, entre La Rioja y San Juan. Su nombre se convirtió en leyenda. Intentando darle un sentido a su vida y continuidad a su lucha, comenzó a distribuir su botín con los pobres y las viudas. “La cuadrilla de la Martina reparte lo que roba con los que tienen menos”, también “entre las viudas de las guerras”. Organizaba fiestas en los pueblitos después de sus golpes más exitosos, y se divertía aceptando desafíos para montar potros en pelo o entablar duelos a cuchillazos, apuestas de por medio. 

Corría el año 1845. Nazario Benavídez, un antiguo combatiente de Quiroga, se había amansado y era ahora Ggbernador de San Juan. Martina comenzó a hacer tareas como “bombera” a su servicio, espiando y pasando informes sobre las tropas enemigas. Benavídez mantenía su adhesión al federalismo, o a esa versión light del federalismo que delineó Urquiza. Para 1858 era uno de los principales aliados del entrerriano que había alcanzado la presidencia al precio de una traición a su líder y a su propio partido. Pero entonces entró en la mira del Club Libertad, que reunía a lo más selecto de la aristocracia y de los negocios porteños, y fue destituido bajo la acusación de traición. Arrestado con grilletes, fue asesinado en la cárcel. 

Martina compartía su tiempo entre sus acciones como bandolera y la defensa del federalismo y de los pobres, sumándose a las fuerzas del “Chacho”, que retornó a San Juan para vengar a Benavídez. Pero su admirado Peñaloza fue asesinado maliciosamente por decisión de Bartolomé Mitre y de Sarmiento. También se acercó a otros caudillos menores, y a Felipe Varela y Severo Chumbita, lugarteniente del Chacho, con quien tuvo alguna historia en común y cuyo amor no pudo corresponder. 

Martina volvió a la vida errante, desempeñándose como baqueana. Rastreaba animales y los devolvía a los pequeños productores, recuperaba animales robados. Deambulaba sin rumbo, distrayéndose con una intensa práctica de sexo ocasional. En algunos casos, cuando un hombre le atraía un poco más, lo invitaba a pasar algún tiempo por ella. Cuando éste no accedía, en ocasiones lo forzaba a hacerlo. 

Poco tenía que ver Martina con las conductas de las mujeres de su época. Desconocía la hipocresía, la etiqueta o la sumisión de género. Era una mujer en todo el sentido de la palabra.

Por entonces, el general José Miguel Arredondo se había adueñado de La Rioja. Su política de pacificación incluyó una oferta de pacto para Martina. No eran ajenos a su propuesta las leyendas que circulaban sobre el pacto con el diablo de la mujer combatiente, ni sus pretendidos poderes superiores, que incluían las predicciones sobre el futuro o la sanación mediante la imposición de manos y técnicas similares. 

- “¿No cree que se derramó demasiada sangre ya, doña Martina?”, le habría preguntado Arredondo.
- "Mire, general -habría sido su respuesta-. De la sangre que corrió, ustedes tienen la mayor parte de la culpa (…). Sé que nunca nos vamos a poner de acuerdo, así que vamos a lo nuestro”.

Arredondo le ofreció un indulto y un nombramiento como sargento Mayor en reconocimiento por sus acciones militares pasadas. Martina lo aceptó con resignación, convencida de que sus tiempos belicosos habían concluido.

Pero las cosas no serían tan sencillas. Se organizó una fiesta a la que fue invitada y allí identificó al ejecutor del “Chacho”, el comandante Pablo Irrazábal. La venganza que debía al amigo asesinado privó sobre cualquier cálculo racional y lo encaró directamente, desafiándolo a duelo. Con desprecio, el comandante respondió que “no se iba a batir con ladrones”, pero las reglas del honor le impidieron esquivar el convite. 

El desafiado eligió el sable y Martina lo miró fijamente y le anunció que lo iba a matar de frente, y no por la espalda, como hacían los cobardes, en alusión a cómo había procedido Irrazabal en la ejecución del “Chacho”. El comandante se asustó. Le rechinaban los dientes, su cuerpo se convulsionó. Hasta que intervino el médico para suspender el combate. Arredondo trató de protegerlo, destinándolo a la guarnición de San Juan. 

La figura mítica de Martina cobró más valor aún. Todos hablaban de una revancha del “Chacho” desde el más allá. 

Allí Martina comprendió que su obra estaba cumplida y se instaló en su ranchito de Mogna. Nunca abandonó sus acciones en beneficio de los más débiles. Continuó con las curaciones de personas y de animales, asistió a los viajeros que pasaban por el lugar y levantó enramadas donde podía protegerse los perseguidos por las fuerzas policiales. 

Martina falleció en 1887, a consecuencia de una picadura de serpiente o de una mordida de puma. Había vivido una vida intensa y escasamente convencional, dedicada a la que la defensa de los humildes y el desafío a los poderosos que ejercían sus privilegios sin contemplación ni límite alguno. 

Su tumba, en Mogna, se convirtió, a partir de entonces y hasta nuestros días, en un santuario de devoción popular. Hija del viento Zonda, indomable y valiente, ni siquiera la muerte pudo poner coto a su espíritu rebelde y a su accionar solidario. 

Martina Chapanay, una mujer condenada por la historia oficial y reivindicada por la memoria de su pueblo. 

Sirva esta semblanza como homenaje para todas las mujeres en este 8 de marzo en que celebramos su día. Un día de lucha y de reivindicación de sus derechos, conculcados históricamente y que recién en los últimos años comienzan a ser reconocidos. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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