
Interior
Ninguno de ellos volvería al barco. Pocos segundos después de poner pie en tierra, más de cien guaraníes armados con palos, lanzas de tacuara y piedras atacaron al desdichado grupo. Solís alcanzó a desenvainar la espada antes de que le destrozaran el cráneo
CAPÍTULO IV
A mediados del mes de enero de 1516, casi tres siglos antes del nacimiento de Francisco Ramírez, y a pocos cientos de kilómetros de Arroyo de la China, tres carabelas comandadas por el piloto mayor Juan Pedro Díaz de Solís describieron un amplio semicírculo desde el océano Atlántico antes de internarse en un río de gran caudal, color barroso y aguas insípidas al que los hombres embarcados habrían de bautizar como Mar Dulce.
La nave capitana, Santa María de la Merced, ostentaba en su interior las cuatro bombardas y gran parte de los cincuenta y ocho coseletes entregados por la Corona de España para un viaje exploratorio cuya principal misión era el establecimiento de una ruta navegable que, adentrándose en el continente americano en el punto más septentrional posible, uniese las aguas oceánicas del Atlántico y el Pacífico. Desde el alcázar de su nave, Solís observaba el enorme estuario en el que comenzaban a reflejarse los primeros reflejos solares y sonreía satisfecho de sus suertes y virtudes. A su cuñado, Francisco de Torres, había dicho unos días antes:
-Dios es el garante de mi gallardía y mi fortuna. Estas enormes tierras me pertenecen por imperio propio, y es a través de mis manos y en cumplimiento de mi arrojo que las recibirá el rey de España.
Su poblada barba pelirroja coronaba un peto del coselete de plata grabado en filigrana de oro. Por encima de sus cabellos ensortijados, un morrión de acero, cresta alta y pluma de faisán ennoblecía la gallarda silueta. A pocos centímetros de su diestra estaban la rodela y la espada que no lo abandonaban ni siquiera embarcado. Las costas cercanas estaban bordeadas por álamos plateados en pequeñas barrancas desfallecientes. Desde las oscuras tierras interiores llegaba el graznido de aves desconocidas para los marinos.
Solís ordenó apagar los fanales de hierro. El viento tensaba las telas del velamen naviero.
-Este es un lugar aparente -dijo a su contramaestre-. Arriad las velas para fondear. Que los hombres traigan el cuerpo de Martín García.
El cadáver del viejo despensero, muerto la noche anterior de resultas de una fiebre tifoidea, fue elevado desde la bodega. Estaba envuelto en una gastada bandera del Reino de Castilla y Aragón. Los hombres sobre cubierta se descubrieron mientras la voz de Solís ordenaba:
-Preparad el bote. En esa isla, que bautizaremos con su nombre, enterraremos a este hombre santo.
A la media hora se desembarcó el cuerpo. El sol reverberaba en las aguas calmas. Al bote subieron Solís, los capitanes Francisco de Marquina y Pedro de Alarcón, el grumete Francisco del Puerto y cuatro marineros. Solís se había desprendido del coselete protector, pero no de su espada.
Ninguno de ellos volvería al barco. Pocos segundos después de poner pie en tierra, más de cien guaraníes armados con palos, lanzas de tacuara y piedras atacaron al desdichado grupo. Solís alcanzó a desenvainar la espada antes de que le destrozaran el cráneo. Algunos de los marineros trataron de ganar el río entre los gritos y las burlas de los indios y la mirada espantada de sus compañeros desde las cubiertas de las carabelas. De poco sirvió el tronar de la cañonería naviera.
Casi todos fueron muertos y descuartizados. El único sobreviviente, el pequeño grumete, habría de deber este privilegio a su condición de niño. Poco tiempo después de que los restos fueran comenzados a ser asados sobre piras de poca altura, el capitán Francisco de Torres ordenó:
-Dejemos estas tierras del diablo. Poned proa al mar. Nos esperan nuestros hijos.
CAPÍTULO V
Cuatro años después de la infortunada expedición de Solís, uno de los navíos de la escuadra capitaneada por Fernando de Magallanes se internó en el estuario del Río de la Plata y remontó el río Uruguay hasta las proximidades del actual Fray Bentos. El piloto de la nao Santiago, Juan Rodríguez Serrano, bautizó con el nombre San Cristóbal al hasta entonces innominado río.
La enorme profusión selvática maravilló a los marinos. A los lados del profuso caudal, una vegetación polícroma y desordenada elevaba al cielo el canto de cientos de aves de especies distintas. El sol extendía sobre el río atardecido una pátina dorada semejante a la que unos siglos después, y en un ámbito diferente, cubriría gran parte de los cuadros paisajísticos y clasicistas del francés Claude Lorrain. La pesca era abundante desde la altura de la nave fondeada y el sabor de las carnes blancas de la boga, el manduré y la mojarra ponía una nota de delicia en los paladares estragados y descompuestos por el sabor del cuero ablandado, las galletas fermentadas y los trozos de ratas que habían constituidos los principales manjares de la gran travesía oceánica.
La exploración duró pocos días y la nave retornó al Mar Dulce para reunirse con los otros cuatro navíos de la flota de Magallanes. Ninguno de los pocos sobrevivientes del gran periplo que circunvaló la tierra, habría de olvidar, durante el resto de sus días, la profundidad selvática y la desmesurada anchura del río que habían navegado.
A los hombres de Magallanes sucedieron los del veneciano Sebastiano Caboto. En el año 1527, uno de sus subordinados, el capitán Juan Álvarez Ramón, avistó desde el alcázar de su nave un joven de aspecto europeo y ropas harapientas en las proximidades del actual Carmelo. El navío había comenzado un viaje exploratorio por el río Uruguay desde su desembocadura en el Mar de Solís en busca de la ciudad perdida de “Los Césares”. Álvarez ordenó el fondeo de la nave y el desembarco de dieciséis hombres armados. En las troneras del barco se alistaron los cañones.
¡Vuestra merced! -gritó desde la orilla el joven - ¡Somos gente de paz! Mi nombre es Francisco del Puerto -continuó-. Soy grumete del piloto Juan Pedro Díaz de Solís, a quien el altísimo tenga en su Santa Gloria. Mis hermanos indios son gente decente.
Del Puerto abrazó llorando a los hombres españoles desembarcados.
Habían pasado once años desde la malhadada incursión de Solís y sus hombres. El viejo grumete tenía el pelo crecido hasta la cintura y la piel estragada por el sol de los veranos. Los guaraníes sonrientes en torno suyo exhibían sus vergüenzas y observaban admirados los atributos guerreros de los invasores.
Del Puerto fue embarcado como guía e intérprete de sus compatriotas. Durante cuatro días con sus noches, habría de relatar, maravillado, el inusitado esplendor de “La Sierra de la Plata” y de una prodigiosa ciudad, ubicada hacia septentrión, cuyas moradas de incierta altura estaban hechas con el oro de cientos de minas. Algunos días después los hombres de Caboto fundarían el puerto de Sancti Spiritu, a orillas del Carcarañá y en suelos de la futura Santa Fe.
Francisco Ramírez no sería indiferente al relato de estas hazañas. Durante las anochecidas, junto al fogón del fraile Agüero, oiría insaciable el relato de los ecos y sonoridades de aquellas virtudes y aquellos sufrimientos. Pocas horas más tarde, y en trance de sueño, pensaba que de todas las suertes posibles que acontecer pueden al hombre, ninguna era comparable a la de aquellos bravos que, muy anteriores al mezquino presente, y en las proximidades de la mísera Arroyo de la China, habrían de grabar, en el oro irisado del recuerdo, las figuras permanentes del valor y los ejemplos. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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