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22 de enero de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo X)

El silbido del capitán de artilleros fue suficiente: las baterías comenzaron a tronar, destrozando la arboladura y parte del velamen de la goleta capitana. Desde estribor, respondieron con los disparos dos cañones: una de las baterías costeras fue totalmente destrozada y murieron sus tres artilleros.

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por:
Juan Basterra

Jacinto Roque de Sena Pereyra contempló su rostro en el pequeño espejo oval que lo acompañaba en las campañas. Era un espejo con marco de marfil asiático y vidrio biselado que conservaba escondido en el interior del castillo de popa de la goleta Imperial.

Observó la pequeña barba entrecana y los ojos amarillos. Pensó -y se lo dijo en voz alta- lo de siempre:

-Nada mal, quien no los querría.

Portugués, vanidoso y cultivado, había engalanado los salones de su Lisboa natal recitando versos del Ariosto, del Dante y de Petrarca en un italiano sublime y con un sonido profundo que alcanzaba las cimas de la plenitud en la vibración de las nasales y el dejo casi argénteo de las palatales. Las damas primerizas sucumbían al embrujo de ese hombre que, además de joven, marino y apuesto, era capaz de distinguir y hacer conocer a los invitados -que lo cercaban como a una vieja celebridad- los acentos del italiano del norte y los imperceptibles y sutiles matices que distancian el habla de un antiguo caballero de la República de Venecia de aquel otro perteneciente a un religioso de la cercana ciudad de Padua.

De esas felicidades en el Reino de Portugal lo habían apartado las obligaciones militares en las tierras populosas del Brasil y el mando de hombres embrutecidos por el alcohol y la vida licenciosa y salvaje.

A comienzos del mes de mayo del año 1818, y en Montevideo, se había embarcado con sus hombres en la goleta Imperial y dos pequeñas naves artilladas para una misión que tenía, como objetivo principal, el establecimiento de un enlace -a la altura de Paysandú- con las fuerzas comandadas por Joaquín Javier Curado.

Las embarcaciones remontaron el Uruguay, sortearon la Isla Martín García y llegaron sin mayores contratiempos hasta Paso de Vera. Oculto en la selva en galería esperaba Francisco Ramírez con la casi totalidad de sus jinetes. A pocos cientos de metros se levantaba una saliente fortificada coronada por tres cañones capturados a las fuerzas del general Marcos Balcarce en la batalla de Saucecito.

El silbido del capitán de artilleros fue suficiente: las baterías comenzaron a tronar, destrozando la arboladura y parte del velamen de la goleta capitana. Desde estribor, respondieron con los disparos dos cañones: una de las baterías costeras fue totalmente destrozada y murieron sus tres artilleros. 

El desembarco era imposible sin contar con el apoyo de los cuerpos de infantería comandados por los hombres de Curado, y la goleta puso rumbo a una de las islas uruguayas que enfrentaban al Paso de Vera. Un día después llegaron las tropas comandadas por Curado que, entretanto, habían tomado el pueblo de Paysandú, hasta ese momento dominado por Artigas.

La suerte de Ramírez estaba sellada en esa acción: el 19 de mayo, y en medio de una impenetrable oscuridad, más de cuatrocientos jinetes -comandados por el guerrillero riograndense Bento Manuel Ribeiro- franquearon a nado el Uruguay a la altura de Calera de Barquín -conduciendo a los caballos del diestro- para atacar y desarticular a las tropas artiguistas antes de alcanzar Arroyo de la China y someter a la batería de Paso de Vera.

Ramírez nunca se perdonaría ese fracaso. Los brasileros saquearían Arroyo de la China -capturando 366 prisioneros y pertrechos- y establecerían compensaciones de guerra. Dinero perteneciente al tesoro de Artigas iría a parar a las arcas enemigas, y lo que era más ofensivo aun, la retirada precipitada de sus hombres -necesaria de todas maneras considerando el desastroso estado del escenario de guerra- pondría una mácula indeleble en la ascendente leyenda del caudillo entrerriano.  (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, La cabeza de Ramírez

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