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26 de marzo de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulos XIX y XX)

-Con el que vamos a tener que vérnosla es con Artigas - contestó Ramírez-. No sabemos cómo sobrelleva la guerra con los portugueses. Es seguro que la tiene perdida. Tenemos las comunicaciones cortadas y con los porteños no podemos contar. Si Artigas pierde la Banda Oriental, no vamos a cazar chimangos en sus tierras, porque sería nuestra perdición.

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por:
Juan Basterra

CAPÍTULO XIX

Pocos días después de Cepeda, una lluvia aluvial sumergió los contornos del campamento federal. El cielo se había convertido en un gigantesco tapiz grisáceo atravesado por la nervadura flamígera de los rayos. Los aislados árboles esqueléticos elevaban al cielo la muda súplica de sus ramas, mientras la oficialidad de Ramírez y López abreviaba su tedio con el naipe y la taba. Desde los corrales llegaba el relincho aquiescente de la enorme caballada robada a los porteños.

En un rancho requisado a sus dueños, y eludiendo las enormes goteras del techo, Ramírez y López mateaban. El entrerriano tenía las botas empapadas y se había desprendido de su casaca punzó. Llevaba calzado un chambergo de vicuña y un poncho raído que exhibía como emblema de pobreza voluntaria. Sobre la única mesa del lugar descansaba el sable. En una silla vecina de poca altura estaba sentado López. A diferencia de Ramírez, nunca abandonaba los emblemas de su rango y casi nunca se cubría a poncho. Tenía la cabeza descubierta y tosía un resfrío de cuatro días. Miguel de la Carrera redactaba el borrador del parte de guerra sentado en un catre de la tapera. Un sargento corondense alargaba la pava de bronce. López bromeaba con Ramírez:

-Abandone ese poncho, general. Huele como toda la perrada de esta provincia- Ramírez sonrió y contestó:

-Con el perro que nos tenemos que entender es con Bustos. El chasque que nos informa de la fortuna de Balcarce cambia nuestro estado de cosas. No sabemos cuántos hombres tiene. Una mano de ese terco Bustos nos permitiría ajustar el cepo a los porteños y someterlos a nuestras voluntades.

-No confío en ese hombre. Su secretario -López miró a Miguel de la Carrera-, lo sabe mejor que nosotros.

-Es un traidor -contestó el chileno dejando la pluma en el tintero-. Tengan cuidado con él.

-Con el que vamos a tener que vérnosla es con Artigas - contestó Ramírez-. No sabemos cómo sobrelleva la guerra con los portugueses. Es seguro que la tiene perdida. Tenemos las comunicaciones cortadas y con los porteños no podemos contar. Si Artigas pierde la Banda Oriental, no vamos a cazar chimangos en sus tierras, porque sería nuestra perdición. Es un problema al que no le encuentro la salida. El desgraciado va a querer plantar suela en el litoral.

-Delo por muerto -López pasó el mate al sargento-. Ya lleva cuatro años en su guerra y no puede ganarla. Es cuestión de números, general. Por cada oriental que levante, tiene cuatro portugueses que lo enfrenten. Los porteños tienen razón. Arreglar una paz temporaria con los matungos es el único camino transitable. Una guerra prolongada significa también el fin de nosotros. Seguiremos la conversación mañana, Ramírez -López se puso de pie-. Estoy cansado. Esta lluvia de mierda me quiebra los huesos y me recuerda a mis queridos finados. Quede con Dios. 

CAPÍTULO XX

Esa misma noche, retirados López, Miguel de la Carrera y los demás hombres del rancho, Ramírez mandó buscar a la Delfina a la iglesia abandonada que custodiaba las mujeres que acompañaban el tránsito montonero.

La mujer llegó empapada y titiritando hasta el borde del fogón que Ramírez avivaba con brío. Se besaron brevemente. La Delfina buscó el cinto del caudillo. Ramírez le tomó la mano, la beso y le dijo:

-Esta noche no estoy de amores. Le pido su perdón. Quédese conmigo, aquí al ladito, así podré correr a los fantasmas.

La Delfina sonrió y preguntó:

-¿Qué fantasmas son esos, mi amor?

Ramírez contestó: 

-Artigas, ese es mi fantasma.

-Artigas no es un fantasma, general -dijo la Delfina con firmeza-. Está bien vivo y es más que seguro que sano de todo mal. Aleje ese pensamiento. 

-No le hablo de eso -Ramírez secaba con su pañuelo las gotas que perlaban la frente de la Delfina-. Usted sabe tan bien como yo que a este combate que libramos a los porteños no podemos sumar una guerra contra los portugueses. Cualquier arreglo que hagamos con los del directorio contará con la desaprobación de Artigas, si aquel no incluye la prolongación de esa larga guerra. Y no creo, tampoco lo creen López y Carrera, que Soler y Sarratea se avengan a tal objeto. López mismo da por muerto a Artigas. Ese es mi fantasma, y es bien real. No puedo olvidar el enorme favor que le debo. Tampoco el tamaño de su confianza. No olvide que él me tomó muy mozo a sus servicios.

En la lejanía volvían a tronar los truenos. La lluvia era nuevamente un castigo despiadado sobre el techo deslavado del rancho. Las risas de los montoneros borrachos se interrumpían por injurias indiscernibles en la noche alta. La Delfina se envolvió en una vieja frazada y dijo:

-Él también le debe mucho, mi amor. Es un hombre que no sabe disciplinar las tropas. No por lo menos, hasta que usted se lo enseñó. Sus hombres andan a las buenas de Dios en sus guerras. Yo lo sé muy bien, no lo olvide. Serví en sus tropas. Sé de lo que hablo.

-Venga para acá, mi bien.

Ramírez elevó su brazo sobre el hombro derecho de la Delfina. Se sentaron en el catre. La noche se deslizó lentamente hacia la aurora. Ramírez miraba el agua escurrirse por cada rendija del rancho. A cada trecho del apisonado, los pequeños charcos reflejaban el fulgor del fogón. 

Bien entrada la mañana, con un tiempo del que habían desaparecido las nubes, y en una atmósfera impregnada de bosta anegada, Miguel de la Carrera los encontró dormidos y abrazados bajo la frazada. Los menudos dedos de la Delfina estaban sumergidos en la cabellera del caudillo. El viejo fogón de campaña, apagado. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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