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Malvinas 40 años
La foto que inmortalizó la historia
La fotografía está colgada en la pared de la oficina del CECIM junto a una placa en reconocimiento a los caídos del Regimiento 7 de Infantería en la guerra. José Luis Aparicio no aparta la mirada de aquella foto monocromática con fecha del 12 de junio de 1982.
Allí está él, junto a Juan Andreoli, Felipe De Luca, José Milciade Benítez, Javier Aguirre Bengoa, Jorge Suárez, Vicente Di Meglio, Álvarez y Carlos Amato, sentado en una piedra con un gorro en la cabeza, la cara embarrada y los ojos, que asombrados, miran al frente.
Aquel día de junio en el Monte Longdon el cielo estaba gris y no dejaba ver con claridad los Harriers que todavía sobrevolaban la zona. El frío le paralizaba el cuerpo, obligándolo a acurrucarse para paliar la temperatura que alcanzaba los -8º grados. Llevaba una chaquetilla, guantes gruesos y una gorra con tapa orejas, vestimenta que le había prestado el soldado Alberto Medina. Observaba con profundo dolor cómo los ingleses maltrataban a sus compañeros, golpeándolos y apuntándoles con las armas, simulando sus fusilamientos. Cuarenta años lo separan de aquella vieja foto, sin embargo el recuerdo sigue intacto, grabado para siempre en sus ojos, los mismos que soñaron con ver flamear alguna vez la bandera argentina en las islas.
“Eran las 4.44 AM del 1 de mayo y si bien se hacía guardia todo el tiempo, yo estaba dentro del pozo. Se sintió un ruido y el piso tembló. Me levanté y vi llamaradas para el lado del aeropuerto. Los ingleses tiraban bombas y nosotros veíamos las antiaéreas que estaban en Puerto Argentino tirarles porque fue un ataque de aviones. Ahí me di cuenta de que la guerra había comenzado, tembló la montaña con el primer cañonazo”, recordó.
Sabía que los ingleses no tardarían en llegar y su preocupación por el armamento era cada vez mayor, solo contaba con una pistola Browning 9 milímetros y tres cargadores. El cañón no funcionaba, él lo sabía desde que había salido del Regimiento. Era un pedazo de hierro inservible sin ninguna función que solo formaba parte del decorado de soldado. "Cuando estaba en el Regimiento 7 me doy cuenta que el cañón no andaba, no funcionaba el percutor. Le dije a mi jefe de grupo que no andaba y me sacó cagando. Le dije al encargado de compañía, no me dio bola. Le dije a Baldini y me dijo que vaya igual así. Me mandaron a la punta del Monte Longdon con eso...", reflexionó.
LA BOTA QUE PISÓ EL HORMIGUERO
A las 21.00 del 11 de junio dos regimientos completos de 700 soldados ingleses tomaban por asalto la montaña y a los cincuenta soldados argentinos que la custodiaban hacía casi dos meses. Primero las bengalas iluminaron gran parte del Monte, y después la balacera, la violencia de los fusiles y la cadencia de fuego de las ametralladoras, mezclado con los gritos desesperados que pedían refuerzos, auxilio y clemencia. Las MAG argentinas no dejaban de disparar un instante, con un ritmo ensordecedor. La artillería inglesa contestaba ampliando aún más la estridencia.
"Ellos nos desbordaron, eran un regimiento contra una sección. Se armó un tiroteo y nos atacaron y los que estaban atrás nuestro los empezaron a frenar. Estábamos ahí y de repente vino una bota y nos pisó el hormiguero y ahí fue la suerte de cada uno, si se pudo salvar o no. Yo no sabía qué hacer, si salir, disparar, o correr. Hubo casos de flacos que los mataron saliendo o disparando y otros que murieron en la posición. Los ingleses también venían a matar o morir, eso también hay que tenerlo en cuenta", confesó.
Aparicio resistía desde su posición, nada podía hacer ante la gran cantidad de ingleses que iban dispuestos a destruir todo lo que encontraran. "Todo era blanco, negro y rojo. Los ingleses tiraban granadas que parecían cañonazos. Pasaban y las granadas explotaban al lado nuestro. Se nos desmoronó la posición. Gritos en inglés, en castellano, el traqueteo de las armas, fue todo en un instante. Sentía un terror increíble, veía los pies de ellos que pasaban al lado nuestro, tirando, nunca terminaban de pasar. Luego, el silencio", recordó.
Ya prisionero de los ingleses, permaneció junto a sus compañeros, sentado sobre unas piedras puntiagudas, sin saber cuál sería su destino. Los ingleses los apuntaban con fusiles, los escupían e insultaban por lo bajo demostrando que habían triunfado, que ahora ellos eran los dueños de la isla.
A unos metros, otros soldados argentinos estaban recostados en una pared de piedras, en la misma situación con caras meditabundas, acongojados. Los ingleses iban y venían, con los muertos en andas, pero con sus semblantes férreos y radiantes. La misión estaba cumplida.
Un hombre con campera marrón camuflada pasó por al lado de los prisioneros, casi sin prestar atención. Unos metros más adelante detuvo su paso, se volvió, y contempló con mayor atención las caras sucias de los soldados argentinos, con curaciones, angustiosos y otros enajenados. Tomó con sus dos manos la cámara que llevaba colgada al cuello y disparó una foto.
Miró a la cámara fijamente, sin ningún recelo, como diciendo: "Acá estoy, estos son mis compañeros y este soy yo, dispará si tenés valor, no tengo vergüenza". El hombre continuó su trabajo y siguió caminando entre las piedras, hasta perderse en el Monte.
Los ingleses le dieron una pala y le ordenaron hacer un pozo para enterrar a sus compañeros que habían muerto en la posición de las ametralladoras. No tenía fuerza para levantarla, el cuerpo le dolía de los pies a la cabeza. El entierro fue en un lugar apartado.
A lo lejos, veía cómo soldados argentnos hacían un pozo extenso para enterrar a los muertos, que estaban dispuestos en el suelo uno al lado del otro. Baldini estaba allí, su rostro, aunque pálido, no demostraba dolor. Según comentaban había salido de su posición disparando contra los ingleses, hasta que lo mataron. Antes de despedirse del Longdon, helicópteros ingleses se llevaban heridos de los dos bandos y soldados ingleses muertos.
"Estaba desesperado, cuando vi a los pibes ahí me puse muy mal, Baldini me importaba poco. Estábamos sedados, éramos directamente autómatas, y eso fue una cosa que me duró muchos días, porque después yo estuve preso en muchos lados", contó.
DAR VUELTA LA PÁGINA
En el año 2006 volvió a Malvinas con Jorge Suárez, a enfrentar los fantasmas, a cicatrizar las heridas que le había dejado la guerra 24 años atrás. Volver significaba encontrarse con él mismo siendo un adolescente, sentir en el viento el abrazo de sus compañeros muertos, y estar en la montaña que lo cobijó durante la guerra.
Cuando llegó a la Isla, todo para él tenía color, a diferencia de lo gris y monótono, que habían sido aquellos días cuando custodiaba la montaña antes de la llegada de los ingleses.
Con Suárez recrearon la foto que el corresponsal inglés les había tomado cuando estaban prisioneros, una manera de desafiar al tiempo. La foto ahora tenía color, se distinguía claramente el verde amarillento de la turba que se mezclaba entre las piedras, las caras de Luis y de Jorge ahora no estaban embarradas, sus ojos expresaban serenidad, la calma de saber que ya no había ingleses que los estuvieran apuntando mientras estaban prisioneros.
La guerra había quedado atrás para siempre, la foto blanco y negro del año 1982 seguiría siendo parte reveladora de la historia, una historia marcada por la muerte de jóvenes que truncaron sus sueños y aspiraciones para pelear por un objetivo en común, que las Islas Malvinas sean argentinas. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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