
Nacionales
Tras la derrota de Napoleón en Waterloo (1814), se reunió en Viena, el 8 de octubre de ese mismo año, un Congreso compuesto por las cinco principales potencias europeas –Rusia, Prusia, Inglaterra, Austria y Francia–, que se planteó la tarea de organizar el diseño europeo a partir de entonces.
En sus declaraciones se tuvo el cuidado de subrayar que Francia había sido víctima de la ambición de poder de Bonaparte y que era necesario restablecer la raíz legítima de la autoridad en su territorio, recreando la monarquía y reinstalando en el trono a los Borbones derrocados por la revolución. Este plan consideraba que la restauración era una medida ejemplificadora, buscando así poner en evidencia la robustez del sistema monárquico europeo.
En el caso francés, después de más de veinte años de haber sido derrocado y ajusticiado el monarca Borbón, un sucesor suyo había sido restablecido en el trono. Lo mismo ocurría en España, Roma y algunos cantones suizos y principados alemanes, donde la reposición había sido completa. Se consideraba que de este modo se iba a diluir cualquier nuevo intento revolucionario que pretendiera acabar con el poder aristocrático. Por cierto, éste no era el único objetivo del Congreso de Viena, sino que también se buscó resolver una tensa cuestión geopolítica que era producto de la enorme desconfianza que seguían manifestando entre sí los titulares de los tronos de las cinco principales potencias. Era pues indispensable establecer las bases para un equilibrio político europeo, para lo cual se diseñó un verdadero mecanismo de relojería que apuntaba a evitar que, en el futuro, Europa volviera a ser el escenario de conflictos armados permanentes entre las coronas, cuyo resultado no había sido otro que el debilitamiento del poder aristocrático y el avance político de los sectores burgueses.
Esta solución ha sido definida con el nombre de pentarquía, esto es, un gobierno de cinco miembros. En realidad, el acuerdo sentaba las bases para una coexistencia pacífica en Europa con pretensiones de administrar al resto del mundo. Dentro de la solución acordada, es posible destacar al menos dos aspectos clave. El primero expresaba el consenso de los signatarios respecto de la necesidad de evitar que se repitieran conflictos armados entre las potencias firmantes en territorio europeo, y, en caso de que éstos se produjeran, propender a la búsqueda de soluciones pacíficas aceleradas. De algún modo, el tratado alentaba que, en caso de imposibilidad de evitar la solución armada, las diferencias entre potencias europeas deberían saldarse en otros lugares del mundo, para preservar a Europa de los daños materiales que tales luchas implicaban.
De este modo, Francia, Inglaterra, Prusia, Rusia y Austria podían establecer una guerra entre sí en el Congo, América Latina o Asia sin ningún tipo de límites, pero debían intentar circunscribir y resolver rápida y pacíficamente el conflicto en el caso de que estallara en territorio europeo. Si bien en el siglo XIX hubo algunas guerras en Europa, el espíritu del acuerdo se mantuvo y garantizó una cierta estabilidad continental hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914. El problema fue que cuando el acuerdo salió de circulación, estalló la guerra total. Un segundo aspecto importante radica en el hecho de que el tratado fundamentaba el derecho de las potencias europeas para construir un poder colonial y asignaba a sus signatarios el derecho de intervención a lo largo del planeta.
Al respecto, debe señalarse que el derecho de intervención es entendido habitualmente como un derecho de política interna o, a lo sumo, de política ejercida en el interior de un orden imperial. Sin embargo, en este caso, el derecho de intervención a escala mundial era retenido y proclamado por estas cinco potencias, acordándose adicionalmente que podrían intervenir, de común acuerdo, en cualquier parte de Europa donde se viera amenazada la estabilidad continental. Es decir que, de hecho, había una idea de unidad europea en gestación que iba a ir evolucionando hasta llegar a la definición que conocemos en la actualidad (donde existen diversas instituciones comunes, una moneda común, y una serie de derechos compartidos por los miembros de la comunidad europea). Raymond Aron plantea que los europeos del siglo XIX trataban a las poblaciones de otros lugares del mundo como esclavos o seres inferiores e, incluso, les negaban su condición humana.
Sin embargo, las potencias europeas establecieron entre sí una especie de relación entre pares que formaban parte de una misma organización o cuerpo. A ningún francés o austríaco, por ejemplo, se le hubiera ocurrido someter a la servidumbre o a la esclavitud a un alemán o a un inglés, pero les resultaba perfectamente natural hacerlo con un argelino o un indochino.
También las cinco potencias reunidas en el Congreso de Viena se plantearon qué hacer con el territorio central de Europa, que planteaba un grave desafío para el equilibrio geopolítico del continente. En efecto, el avance de las tropas de Napoleón Bonaparte había destruido todo vestigio de autoridad política en la región. Estos territorios habían formado parte, en el pasado, del Sacro Imperio, y en este momento expresaban una vacancia de poder, que podría convertirse en una flama ardiente capaz de arrasar con la estabilidad política que comenzaba a pergeñarse en las reuniones de Viena. Los territorios en cuestión reconocían la existencia de dos fuerzas políticas y económicas que operaban como una suerte de imán: por el sur, Austria, y por el norte, Prusia.
En el centro de Europa, en esta situación de vacancia había 34 reinos pequeños y 4 ciudades libres, cuyas autoridades sucumbieron ante el avance de Napoleón. Había una suerte de límite simbólico y cultural que cortaba por la mitad a este territorio. Hacia el norte, las poblaciones eran de confesión protestante y compartían una serie de elementos culturales muy similares a los de la sociedad prusiana. En el sur había una cantidad equivalente de unidades políticas, pero mayoritariamente de confesión católica, que compartían sus valores y creencias con los austríacos. En su momento, la reforma religiosa luterana y calvinista había dividido las aguas de Europa hacia el sur y el norte y, como consecuencia, existían poblaciones que tenían una base cultural germánica común, un mismo idioma, pero confesiones diferentes. Además, había dos polos hegemónicos: en el norte, el prusiano, y en el sur, el austríaco.
El gran temor que evidenciaban las autoridades inglesas, rusas y francesas era que todo este enorme conglomerado terminara unificándose en una gran unidad política y cultural, una suerte de Gran Alemania, capaz de imponer su hegemonía sobre el resto del continente, ya que se trataría de un coloso con una enorme capacidad de producción de alimentos, materias primas y producción industrial instalado justo en el corazón de Europa. El Acuerdo de Viena apuntaba a evitar, en la medida de lo posible, que el sueño de una Alemania fuertemente centralizada pudiera concretarse.
Por esa razón, se impulsó un proyecto alternativo para tratar de postergar indefinidamente la construcción de una Gran Alemania –e, incluso, la construcción de una Pequeña Alemania liderada únicamente por Prusia–, consistente en la sanción de un Estatuto que creaba una Confederación Alemana, régimen que reconocía formalmente la autonomía, soberanía e igualdad de derechos de todos los Estados miembro, que conservaban sus instituciones políticas propias. Esta Confederación debía incluir a todas las unidades políticas que formaban parte de la nación alemana, incluyendo a Prusia y a Austria. Para tomar decisiones comunes –en materia comercial, intercambios, comunicaciones, etcétera– se dispuso la creación de una serie de organismos administrativos y decisorios: por una parte, se creó una Asamblea plenaria, en la que cada uno de los Estados tenía derecho a veto sobre las decisiones adoptadas; simultáneamente, se conformaba un Consejo de Ministros Plenipotenciarios, con voto calificado según la jerarquía acordada a cada una de las unidades políticas que representaban.
Además, algunas de estas pequeñas entidades políticas estaban gobernadas por autoridades vinculadas con las coronas inglesa, danesa y holandesa, por lo que estas tres naciones participaban de manera indirecta de la vida interior de la nación alemana. También por esta razón, de la manera en que se resolviera la cuestión alemana dependía en gran medida el éxito o fracaso de la política de paz en la que se habían embarcado las potencias europeas. Planteada en estos términos, la cuestión geopolítica revestía un interés primordial, que de todas formas, seguía expresando la dinámica característica de las sociedades nobiliarias: acuerdos entre jerarquías monárquicas y ministros plenipotenciarios, enredos y suspicacias cortesanas, una política de la que los plebeyos que no habían sido bendecidos por el favor real estaban prácticamente ausentes. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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