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27 de octubre de 2022 | Historia

Revolución y monarquía

El gobierno de Luis Bonaparte en Francia (1848-1870)

Las revoluciones europeas de 1848 permitieron instalar monarquías constitucionales en varios estados de Europa occidental.

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por:
Alberto Lettieri

En el caso francés, la fuga de Luis Felipe de Orleáns exigió replantear el ya clásico dilema posrevolucionario sobre la forma más adecuada que debía adoptar el régimen político para garantizar el orden social e institucional. El gobierno provisional elaboró una solución reformista que incluyó la sanción de una nueva constitución que proclamaba el sufragio universal y la creación de la Segunda República, con la aprobación de reformistas, burgueses y medianos y pequeños propietarios campesinos. Los sectores radicales fueron desplazados.

El nuevo régimen republicano se componía de una Asamblea Cívica elegida por sufragio universal, que encargaba el ejercicio del Poder Ejecutivo a un príncipe-presidente. El sistema estaba pensado como una síntesis entre la autoridad parlamentaria y ejecutiva en un marco republicano. Para evitar cualquier intento de derivación monárquica, se disponía que el príncipe-presidente desempeñaría su cargo durante tres años, luego de los cuales no podría ser reelecto. De este modo, se esperaba que el eje de la gestión política estuviese en manos del Poder Legislativo, y para esto los asambleístas convinieron en designar a un sujeto sin base política propia y en apariencia de carácter débil, para manipularlo a voluntad.

De todos modos, la composición de la Asamblea Cívica planteaba severas dudas sobre la eficacia del naciente régimen, ya que los sectores monárquicos, reunidos en el Partido del Orden, ocupaban más de la mitad de los escaños. Un sobrino de Napoleón Bonaparte, que parecía sintetizar las condiciones requeridas, fue el escogido para desempeñar el ejecutivo: contaba con un apellido prestigioso –que podría contribuir a legitimar el nuevo régimen–, no tenía base política propia –ya que había pasado la mayor parte de su vida en Inglaterra– y su carácter era considerado disoluto y amoral.

Sin embargo, los hechos se encargaron de demostrar rápidamente la falacia de este diagnóstico. En efecto, Luis Bonaparte se reveló como un gran estadista, quizás exageradamente veleidoso, cuya habilidad política le permitió articular un régimen de “cesarismo político” o “bonapartismo”, que intentaba colocar al Estado por encima de los intereses concretos de las clases, para dotarlo así de un importante nivel de autonomía. Así, el gobierno pudo arbitrar a su gusto las relaciones y conflictos que se producían entre ellas, y conquistó un creciente poder. Desde un primer momento, Luis Bonaparte identificó como sus principales adversarios a los monárquicos más reaccionarios, quienes repudiaban tanto el sistema republicano cuanto el apellido que el príncipe portaba, y que resultaba para ellos una prueba vergonzante de su derrota en tiempos de la Revolución Francesa.

De todos modos, si bien los monárquicos aún gozaban de un considerable poder, su frente interno no era tan sólido como en el pasado, por lo que algunos de sus miembros no descartaron alcanzar un acuerdo con el presidente. Hábil político, cerró un rápido acuerdo con una minoría monárquica, al tiempo que alcanzaba un entendimiento similar con una porción considerable de la dirigencia republicana. Asimismo, fue el primer político moderno de elite que comprendió la importancia de convertir al proletariado miserable de París en masa de maniobra, y no dudó en cautivarlo mediante una política que combinaba demagogia, asistencialismo y represión. De este modo, si bien satisfacía los intereses de la burguesía, logró conformar una base política muy sólida dentro de los sectores populares parisinos, sobre todo entre los desocupados y quienes no tenían empleo estable.

Para ello dedicó grandes esfuerzos a la construcción de una suerte de culto personal, que combinó con prácticas políticas demagógicas. Si bien la autoridad presidencial se fortaleció considerablemente, la continuidad del régimen republicano dispuesto por la nueva Constitución no tardó en ser puesta en duda. En efecto, llegado el momento de la renovación presidencial, Luis Bonaparte trató, en vano, de lograr la anulación del artículo que impedía su reelección. Los políticos de la Asamblea Nacional no estaban dispuestos a aceptar la renovación del mandato de ese astuto político criado en Inglaterra, que manipulaba con similar naturalidad a las instituciones republicanas y a buena parte de la sociedad francesa. Sin embargo, fuera de la Asamblea las cosas eran diferentes.

El príncipe-presidente había conseguido articular un sistema de poder en el cual el proletariado urbano desempeñaba un papel significativo, aun cuando sólo fuera como masa de maniobra. La burguesía dudaba de la habilidad de los candidatos dispuestos a sucederlo para contener a esa “bestia dormida”. ¿Debían preservarse las instituciones republicanas a costa de liquidar el orden social alcanzado? O, por el contrario, ¿la clausura de la experiencia republicana era el precio a pagar para mantener el orden y con ello, la posibilidad de continuar realizando excelentes negocios?

 La burguesía se enfrentaba así a un dilema trascendental. En efecto, la aceptación de que un gobierno monárquico asentado sobre un ejercicio generoso para la represión era el contexto más adecuado para su enriquecimiento implicaba un reconocimiento explícito de que los principios políticos de la Revolución de 1789, “su” revolución, no estaban en consonancia con sus propios intereses económicos. Más aún, era la propia Constitución de 1849 –esa Constitución por la que durante décadas habían clamado para limitar la autoridad de los monarcas– la que ponía trabas a la continuidad del orden, al impedir la reelección de Luis Bonaparte.

En contradicción con los juicios de la opinión pública, los legisladores denegaron la anulación de la cláusula que impedía la reelección. Ante la negativa, organizó un golpe de Estado, disolvió la Asamblea y se hizo proclamar emperador, adoptando el nombre de Luis Napoleón III. A partir de este momento se abocó a consolidar aún más su liderazgo carismático, presentándose como un líder nacional cuya legitimidad no dependía esencialmente del voto, sino de la adhesión que le brindaba el pueblo francés, sosteniendo que su gestión se orientaba a la consecución del bienestar general. Luis Bonaparte no perdía oportunidad para demostrar a la burguesía y a la aristocracia que él era el único capaz de mantener el orden social, para lo cual incluso llegó a azuzar al proletariado parisino a cometer actos de desorden, para luego reprimirlos sin miramientos. Esta estrategia obtuvo el resultado buscado, ya que la burguesía terminó por considerar que era el único capaz de garantizar la estabilidad política y social en Francia pues, en el caso de ser reemplazado, estos sectores populares se volverían incontenibles.

La experiencia del II Imperio fue celebrada con similar entusiasmo por la burguesía –que experimentó un proceso de crecimiento y enriquecimiento inédito–, los monárquicos –quienes obtenían jugosas ventajas de las finanzas públicas– y el proletariado miserable de París (o lumpen proletariado) –que consideraba ligado su propio destino al de ese carnavalesco líder que le había otorgado un reconocimiento político inédito junto con un apreciable nivel de asistencialismo–. La experiencia imperial constituyó así una nueva derrota de las instituciones republicanas, que sólo consiguieron subsistir a costa de experimentar un deterioro brutal de sus competencias efectivas. En lo político-institucional, se delineó un poder vertical: los cargos políticos eran digitados desde el poder central a través de la aplicada gestión de prefectos y alcaldes, expertos en el falseamiento sistemático del sufragio.

Para asistirlo en su gestión de gobierno, el emperador se rodeó de un Senado vitalicio y de un Consejo de Estado, organismos que traducían una concepción profundamente elitista del poder. Finalmente, la burocracia estatal –fuente inagotable de sustentación para las prácticas clientelares– creció y se diversificó de manera notable. Circunscripto el debate político a la acción de pequeños círculos, Luis Bonaparte se aplicó a desarrollar la industrialización francesa. Con esto buscaba recuperar un lugar privilegiado para Francia en el contexto mundial y, al mismo tiempo, crear una base económica apropiada para resolver la preocupante cuestión social.

Sin embargo, el emprendimiento de una marcha acelerada en el terreno industrial era una apuesta arriesgada, ya que el aumento de la prosperidad y de la riqueza de la nación sólo podría obtenerse –al menos en una primera etapa– a costa de la sobreexplotación del proletariado industrial, tensándose así la cuerda de la estabilidad social. Garantizar este proceso, justamente, era para Luis Napoleón –y también para la burguesía francesa– la función primordial que debía cumplir el Estado francés en materia económica y la vía autoritaria, la preferida para tutelar el cambio. Para ello, entre 1852 y 1858 las libertades fueron vigiladas: los derechos de reunión, de asociación y de prensa fueron mutilados, y la libertad de educación, fundamentalmente en los niveles superiores, fue cercenada.

En este contexto, Francia consiguió atravesar la etapa decisiva de su proceso de industrialización, sin medir los costos sociales que ello implicaba. A medida que avanzaba la década, los reclamos de los trabajadores fueron acallados mediante una violenta represión y la constante apelación al orgullo nacional, para lo cual resultó necesario emprender una política de expansión territorial que le permitiera emular la experiencia gloriosa de su tío y colocar a Francia en el lugar que los franceses creían que les correspondía en el mundo. De este modo, el Segundo Imperio Francés se extendió sobre el África, sometió a algunas de las indefensas ciudades italianas y ejerció una suerte de protectorado sobre México, auspiciando la nefasta experiencia de Maximiliano I.

Hábil político, Luis Bonaparte escogía adversarios débiles para promover la expansión territorial, de manera de obtener gloria a bajo costo, sin rozar la eventualidad de un conflicto armado con los miembros de la pentarquía europea. A medida que el sueño imperial avanzaba, las prácticas del nuevo emperador y de la corte que lo rodeaba se volvieron cada vez más aristocráticas. Al amparo de sus victorias, a las que se sumaban los primeros éxitos significativos del proceso de industrialización, los años 60 fueron testigos de algunos avances en materia de armonía social, aun cuando ésta siempre estuvo cuestionada por la conflictividad propia que emanaba del proceso de industrialización, al provocar constantes choques de intereses entre burgueses y proletarios.

Paulatinamente, los ribetes más autoritarios del régimen fueron recortándose, y en la medida en que Bonaparte comprobó el alto grado de consolidación que experimentaba su autoridad, comenzó a reivindicar y alentar la acción de las instituciones parlamentarias. Sin embargo, éstas nunca alcanzaron una autonomía demasiado significativa, ya que el Ejecutivo siguió controlando de cerca su gestión y no dudó en acotar las libertades constitucionales cada vez que consideró cuestionado su poder o amenazado el orden social. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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