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10 de noviembre de 2022 | Historia

Cambios

Las revoluciones europeas de 1830

La circulación de las ideas socialistas y radicales dentro de los nuevos ámbitos laborales generados por el sistema de producción fabril no tardó en traducirse en protesta política.

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por:
Alberto Lettieri

Estos grupos revolucionarios irrumpieron con fuerza por primera vez en la escena francesa hacia 1830, participando de una serie de enfrentamientos callejeros desarrollados en París, como respuesta al orden represivo impuesto por las autoridades monárquicas y a las graves condiciones económicas impuestas a los sectores populares franceses.

En un primer momento la Guardia Nacional reprimió a los descontentos, siguiendo las órdenes de las autoridades monárquicas, pero poco después esta actitud se modificó ya que los de este cuerpo cívico-militar manifestaron su negativa a reprimir al pueblo francés.

Este cambio no fue azaroso: acompañaba a la decisión de la burguesía de respaldar a los descontentos para imponer sus propias demandas, entre las que se destacaba el derrocamiento del monarca Borbón y su reemplazo por otro que fuese más instrumental para sus intereses, previa celebración de un acuerdo político que incluyera un recorte significativo de los beneficios recuperados por la antigua aristocracia y que, a ojos de los burgueses, resultaban excesivos. Por esta razón, apoyó los conflictos callejeros que provocaron decenas de muertos y heridos.

En ese contexto, el rey Carlos X debió renunciar. Feroz defensora de sus intereses, la burguesía no tenía inconveniente en apoyar cualquier régimen político en cuanto se le garantizara la propiedad y los derechos burgueses fundamentales, pero, en la medida en que se dieran las circunstancias apropiadas, pretendía tener un gobierno más dócil, encabezado –dentro de lo posible– por un nuevo monarca que compartiese sus propios negocios.

Por esta razón, una vez descabezado el gobierno, la cuestión de su reemplazo cobraba una importancia sustantiva. La burguesía francesa era consciente de que por sí sola, era todavía incapaz de imponer un nuevo régimen y de que, una vez utilizada en beneficio propio, la continuidad de la rebelión radical resultaba ciertamente muy preocupante, ya que significaba una amenaza para la consolidación del mundo burgués que había comenzado a construirse en 1789.

Resultaba, pues, necesario liquidar definitivamente todo foco insurreccional, y para ello no dudó en celebrar una nueva alianza con los grupos aristocráticos debilitados por la caída de Carlos X, aunque en condiciones mucho más ventajosas que las contempladas en la alianza previa.

De este modo, de común acuerdo la burguesía y la aristocracia tradicional designaron un nuevo rey, Luis Felipe de Orléans, que en sí mismo sintetizaba fielmente el espíritu de la coalición celebrada, que si bien por un lado tenía origen nobiliario –era duque de Orléans–, por el otro era uno de los principales financistas de Francia, por lo cual sus intereses concretos eran comunes con los de la burguesía. Luis Felipe estableció un gobierno que se iba a prolongar por dieciocho años, en los cuales la burguesía francesa llevó adelante un proceso de consolidación.

Esto posibilitó el impulso de una serie de reformas legales, como la sanción de una nueva Constitución en clave burguesa y la extensión del sufragio censatario a los sectores pequeñoburgueses para la designación de las asambleas nacionales y las autoridades municipales y distritales.

Los sectores populares no experimentaron una suerte similar, ya que la represión, la censura previa y la prohibición del derecho de reunión para los grupos opositores reinaron en Francia durante la mayor parte de su mandato.

En tanto amplias franjas de la burguesía se enriquecieron aprovechando las condiciones políticas y sociales generadas por el gobierno de Luis Felipe de Orléans, los trabajadores franceses fueron sometidos a una agresiva explotación y a condiciones de vida miserables.

Los sucesos de París confirmaban que, tras la apariencia de estabilidad

que parecía ofrecer la monarquía restaurada, subsistían profundas tensiones sociales, económicas y políticas. Esto era así no solamente en Francia, sino también en buena parte del continente europeo. En efecto, el principio de legitimidad monárquico, triunfante en el Congreso de Viena, encontraba severas resistencias entre los sectores burgueses en ascenso Y la joven oficialidad militar, cuyos ámbitos de reunión y debate característicos eran los cafés públicos y las logias secretas, en los cuales circulaban con fluidez las ideas revolucionarias de igualdad, libertad y fraternidad, así como también los reclamos en clave nacional.

En efecto, la restauración significaba un corsé demasiado estrecho y excluyente que se daba de bruces con los ideales de emancipación social y progreso que circulaban por la sociedad civil europea. Por esta razón, la revolución parisina del 30 no tuvo inconvenientes en convertirse en el ojo de una tormenta de alcance continental que permitió nuclear los reclamos de diversos grupos sociales, que coincidieron en exigir el recorte o la disolución de la autoridad monárquica y un mayor protagonismo político para la sociedad civil.

El efecto dominó de la rebelión parisina inmediatamente se evidenció en Bélgica, Suiza, Alemania, Inglaterra, Polonia e Italia, para posteriormente incluir a casi toda Europa. Las rebeliones estuvieron fundadas en reclamos en extremo divergentes y obtuvieron importantes éxitos iniciales. En algunos casos, se trataba de reclamos inspirados en cuestiones étnicas y religiosas, particularmente en aquellas naciones sometidas al imperio austro-húngaro (Italia y el este de Europa) o turco, como era el caso de Grecia. En otros, se imponían los reclamos de una burguesía asfixiada en sus posibilidades de crecimiento y de consolidación de sus derechos económicos, sociales y políticos por el poder aristocrático, que exigía la sanción de reglas de juego acordes con sus intereses y una participación institucional activa.

Estos últimos coincidían generalmente con demandas de inspiración radical y socialista impulsada por las clases medias y los sectores populares, que demandaban una distribución más equitativa de los pingües beneficios obtenidos por las clases propietarias.

De este modo, si bien el cuestionamiento de la legitimidad de la autoridad de los monarcas y los privilegios aristocráticos estuvo presente en todos los casos, a menudo los intereses de los revolucionarios estaban enfrentados de raíz. Por esta razón no sorprendió que los grupos rebeldes se fragmentaran rápidamente, lo que resultó determinante para que las rebeliones tuvieran un final tan abrupto como su origen, aunque los resultados obtenidos variaron significativamente: en aquellas sociedades que conservaban una estructura agraria estancada, una burguesía débil y una nobleza e Iglesia poderosas –como en los casos de Polonia e Italia–, fueron aplastadas sin miramientos.

En el centro y este europeo, el fracaso de los revolucionarios favoreció la consolidación de la autoridad imperial del zar de Rusia y del emperador austro-húngaro. En el resto de Europa, Bélgica consiguió separarse de los Países Bajos, en tanto la extensión de los derechos burgueses

difirió significativamente a lo largo del territorio alemán, constituyendo sus extremos la aristocrática sociedad austríaca y las ciudades libres del norte del territorio, pasando por la contradictoria Prusia, donde el poder monolítico de los terratenientes había permitido el surgimiento de una activa, aunque pequeña, burguesía comercial.

Una vez más, en Inglaterra el proceso tuvo una decantación diferente, ya que en 1832 las autoridades sancionaron una reforma política que permitió ampliar el derecho de sufragar a las clases medias de manera pacífica, en tanto eran anulados de manera violenta los reclamos de los sectores populares para obtener un beneficio similar. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Alberto Lettieri

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