Internacionales
Siglo XIX
La construcción de la república igualitaria en los Estados Unidos
Durante el siglo XIX, la democracia liberal alcanzó su versión más igualitaria en la sociedad norteamericana.
Los norteamericanos establecieron gobiernos cuyos miembros eran elegidos por el pueblo –extendiendo el derecho a voto hasta un grado desconocido en los tiempos modernos– e hicieron que los integrantes del pueblo llano participaran en los asuntos del gobierno, no sólo como votantes sino también como verdaderos dirigentes.
En el mundo angloamericano del siglo XVIII, el término “democracia” se utilizaba para designar al gobierno del pueblo y por el pueblo (como en el caso de las ciudades antiguas), y no únicamente al gobierno establecido por el pueblo mediante un proceso electoral, el cual era definido como una república o gobierno representativo.
Sin embargo, hasta entonces la impracticabilidad técnica y la inestabilidad de esta clase de democracia había llevado a su descrédito.
De todos modos, los británicos de ambos lados del Atlántico consideraban que el pueblo debía desempeñar algún papel en el gobierno, a fin de que éste no degenerara en una tiranía. Su consecuencia fue la sanción de constituciones mixtas, que combinaban las tres formas de gobierno benignas aceptadas por la teoría política clásica: la monarquía, en la figura del rey; la aristocracia, en la de la Cámara de los Lores, y la democracia, en la de la Cámara de los Comunes o las Asambleas de Colonos.
La representación era el mecanismo que permitía “sustituir a los muchos por unos pocos” –como afirmaban los norteamericanos– y, por más que desde un criterio moderno el sufragio fuera limitado, las asambleas electas de este modo eran los organismos más populares del mundo.
La mayoría de los revolucionarios norteamericanos de 1776 no tenía intención alguna de abandonar la fórmula del gobierno mixto o equilibrado, aunque sí estaban decididos a reemplazar la monarquía por una república. El gobierno de uno (el rey), debería mantenerse bajo la forma de gobierno de los pocos (aristocracia) en el Senado, y el de los muchos (democracia) en las Cámaras de Representantes o Diputados.
Sin embargo, en 1776 los radicales de Pennsylvania denunciaron que esa fórmula implicaba la persistencia de elementos monárquicos y aristocráticos en la sociedad –que habían sido abolidos por la Revolución–, y establecieron un gobierno simple, sin gobernador y con una cámara única.
Este argumento tuvo un éxito notable en la época, y obligó al resto de los Estados a abandonar la teoría del gobierno mixto, y a declarar que también los gobernadores y senadores –y el resto de funcionarios electos por voto popular, e incluso los jueces y algunas autoridades policiales– eran representantes populares, que debían controlarse mutuamente en el ejercicio de sus funciones. La importancia de este cambio no debe dejarse de subrayar, ya que tuvo profundas consecuencias.
Por una parte, convirtió a la elección y al voto en un elemento esencial del sistema representativo, que tuvo una significativa acogida de parte de una sociedad que –desde los tiempos coloniales– sentía una profunda desconfianza hacia quienes la dirigían. Esta ampliación del sufragio cambió el concepto de representación implícita que se habían endilgado en el pasado los miembros de la Cámara de los Comunes inglesa, definida por Edmund Burke a fines del siglo XVIII –quien afirmó que, por más que la mayor parte de la población no votaba, se la consideraba representada igualmente en los organismos deliberativos–, por vínculos mucho más concretos fundados en la residencia y la formación de sus representantes.
Asimismo, permitió reemplazar la concepción republicana del liderazgo político sustentada por los padres fundadores, por otra esencialmente democrática. En efecto, el perfil del líder político que había poblado las páginas de El Federalista recomendaba asignar las responsabilidades del gobierno a quienes poseyeran talento y fuesen virtuosos, es decir, que estuviesen dispuestos a sacrificar sus intereses particulares en aras del bien público.
Para ello, los representantes tenían que ser independientes y estar libres de las ocupaciones y de triviales intereses comerciales y económicos. Tales líderes tenían que contar con el ocio indispensable para reflexionar sobre los problemas de la sociedad, para lo cual debían estar liberados de la preocupación por su existencia cotidiana, ya que no se les permitía recibir salario alguno (su percepción permitía sospechar de interés particular, y manchaba su virtud).
Esta concepción fue atacada en los inicios del siglo XIX, con el argumento de que ese liderazgo virtual de la aristocracia sólo podía ser aceptado en una sociedad jerárquica, pero no en una república igualitaria, donde la diversidad y pluralidad existentes difícilmente podrían ser evaluadas por una elite, por más elevados que fuesen su virtuosismo o ilustración.
De este modo, la tradicional tesis de la soberanía de la nación enunciada por el abate Sieyès en la Francia pre-revolucionaria –que sostenía que, una vez electo, el representante no debía rendir cuenta a sus propios electores (como sucedía en los regímenes estamentales con voto imperativo), sino a la nación en su conjunto– fue reemplazada por otros argumentos mucho más pragmáticos, que afirmaban que sólo los individuos que compartían un interés particular podían hablar adecuadamente en su defensa.
“Ningún hombre –se sostenía–, ingresa a la sociedad para promover el bien ajeno, sino el propio”; de este modo, se exigía que la democracia fuera representativa no sólo en un sentido político –en lo referido a los orígenes electorales de los mandatos–, sino representativa también en un sentido sociológico, e incluyera en los cargos de gobierno a profesionales, comerciantes, mercaderes, industriales, etc. También se reclamó el pago de un salario u honorario a los representantes, para su manutención, aunque esta solicitud sólo fue concedida en 1911.
La nueva lógica de la representación, política y sociológica a la vez, fue reemplazando a la puramente política, en términos de Sieyès, y, por supuesto, a la representación “virtual” definida por Burke. Para ello resultó necesaria la ampliación del sufragio universal a prácticamente toda la población blanca, masculina y adulta, en 1825.
Los nuevos líderes norteamericanos que surgieron en el seno de la denominada “democracia jacksoniana” –en referencia a Andrew Jackson, presidente que avaló los cambios y la concepción crecientemente igualitaria del régimen político– fueron personas del común; sin embargo, esto no afectó la estabilidad del régimen –como temían los intelectuales liberales europeos– sino que contribuyó decididamente a consolidarlo.
De este modo, el pueblo norteamericano no gobernaba directamente en ninguna parte, pero sus representantes –elegidos a través del sufragio universal– poblaban prácticamente todas las instituciones del país. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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