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La pista de baile de "Le Périgord" ostentaba las amplias proporciones de los lugares para divertimento en los trasatlánticos de la época.
La orquesta ocupaba un espacio circular elevado a poco menos de un metro del piso de parquet. Albertine, que había pedido a Muniagurria un tiempo para cambiar su atavío, desproporcionadamente largo para cualquier tipo de baile, se dirigió a su camarote con paso firme y elegante. Muniagurria miraba distraído las mesas vecinas. Acostumbrado desde muy joven al examen de las fisonomías y las vestimentas, podía inferir los rasgos de carácter, la situación económica y social y hasta algunas de las particularidades amorosas y sexuales en los sujetos de su estudio. En una mesa cercana a la que ocupaba con Albertine observó a un hombre macizo y algo "entrado en años" junto a una joven extremadamente delgada y de aspecto melancólico. La mirada de la joven recorría el amplio espacio del salón sin detenerse en ninguno de los objetos circundantes. Estaba vestida a la usanza "parisina" y llevaba prendido, a pocos centímetros de la localización probable del corazón, un ramo de orquídeas moradas. El pelo caía salvaje y desordenado hasta los breteles delgados que sobresalían por sobre el corsé en tafetán de seda rosa. Muniagurria pensó en la Medea imperativa de uno de los cuadros de Eugène Delacroix. De estos cotejos entre la realidad y el arte -característica que compartía con el gran amor de Albertine, el conde von Richthofen, y que era consustancial a muchos hombres de su época- Muniagurria extraía aquella suerte de deleite, que es, de entre todos los deleites posibles, el que proporciona la mayor de las felicidades: la noción de una concordancia entre los objetos de la naturaleza, sus concreciones y los destinatarios de nuestras predilecciones y nuestros deseos.
La joven lucía, además del corsé de tafetán rosa, una falda de terciopelo negro con pliegues sutiles en el borde inferior. El maquillaje acentuaba el color rubio desvaído de los cabellos, al mostrar, en un sentido inverso y premeditado, tonalidades que iban, como en una paleta de gradación severa, desde el rosa difuso al rojo más profundo asentado en labios y pómulos. Tres collares de diamantes ornaban el cuello. El hombre sentado al lado de la mujer vestía una levita negra sobre un frac de gusto dudoso. Como única expresión de su rostro, mostraba una risa amplia, ruidosa y desordenada. Cada tanto, golpeaba las botellas de la mesa con el mango de uno de los cubiertos. De parecida intemperancia eran sus pedidos al camarero que lo atendía. "Todo en él -pensó para sus adentros Muniagurria- tiene el sello de lo vulgar y lo escabroso. Tendría que presentarlo a mis amigos del Armenonville".
Albertine, entre tanto, culminaba los últimos ajustes de su nuevo tocado. Había cambiado el vestido confeccionado por Charles Frederick Worth por un diseño de Paul Poirot. La falda, si bien ceñida y algo estrecha, liberaba los tobillos, y el corsé estaba absolutamente ausente en la mitad superior del cuerpo. Las plumas de perdiz con las que había arreglado sus cabellos antes de la cena fueron dejadas de lado para ser reemplazadas por una red casi invisible de seda de color ocre. Las pulseras, anillos y aros fueron depositados en uno de los cofres de roble: el propósito era "brillar", y Albertine estaba firmemente resuelta a hacerlo.
Cuando Muniagurria observó a Albertine entrar nuevamente al salón tuvo que disimular la turbación. El efecto producido por la belleza de la mujer se acentuaba con los pasos y el ritmo sensual de la música de fondo. La pareja vecina a la mesa observó también a Albertine: la mirada del hombre denotaba el callado estupor que asiste incluso a los seres más lejanos a todo tipo de ponderación estética o visual; la mujer efectuó una operación mental diferente: se "vio" vestida y arreglada como Albertine. Muniagurria balbuceó:
-Pensé que no iba a volver.
Albertine sonrió y dijo:
-Soy coherente. No creo que haya lugar en el barco mejor que este.
-El foxtrot está pedido -dijo Muniagurria. -¿Me acompaña?
Todos los concurrentes al salón contemplaron a Muniagurría y Albertine. La soltura en el manejo de los cuerpos en ambos, los giros cerrados y seguros en la progresión circular sobre la pista, la desenvoltura mundana en la cadencia y los ademanes, constituían un sortilegio al que era casi imposible sustraerse. El foxtrot fue seguido por dos valses húngaros. Hacia el final del segundo, Muniagurria atrajo a Albertine hacia sí. El primer beso que sellaron dejaría un recuerdo imperecedero en sus vidas. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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