
Municipales
Se estima que por ahí se cruzan diariamente de un lado a otro de la frontera argentino-boliviana a decenas de adolescentes, algunos por trabajo esclavo y otros por motivos más tenebrosos.
Si después de cumplir con los trámites migratorios uno se para sobre el puente internacional Horacio Guzmán y mira hacia los costados, se encuentra con un río por el que discurre más gente que agua. El afluente, llamado La Quiaca, divide a la ciudad que marca el extremo norte de Argentina con Villazón, nodo de la última estación ferroviaria de la red andina boliviana.
Al igual que en otras zonas fronterizas, acá los límites parecen ser más administrativos que culturales: antes de la aparición de los españoles, sus habitantes (en su mayoría indígenas omaguacas) circulaban con toda la libertad que la difícil geografía les permitía, tal como ocurría con los mapuches a ambos márgenes de la cordillera patagónica. Por eso es que, a pesar de lo que indiquen los mapas, los argentinos del norte y los bolivianos del sur son hijos del mismo oro y el mismo barro.
Sin embargo, no tiene que ver exclusivamente con eso el hecho de que muchos crucen de un país al otro a través del cauce demi-sec del río La Quiaca ante de la vista de quienes lo hacen por el puente "obligatorio". Ese tramo es el paso natural de personas que viven en una ciudad y trabajan en la otra, de los mochileros que sueñan unir la Patria Grande bordeando los cordones montañosos y de quienes se dedican a una de las actividades más habituales de toda zona fronteriza: el tráfico de objetos y sujetos.
Las oficinas migratorias de La Quiaca y Villazón registraron promedio anual a poco menos de un millón y medio de personas que cruzaron de una a otra, aunque es imposible contabilizar a los que lo hacen a pie por un río cercado de alambres caídos. Pero hay datos que sirven para contrastar: los de diversas ONGs dedicadas a la trata de personas, que concidían en estimar un flujo diario de 900 menores de edad cruzando la frontera de manera irregular, al menos hasta 2017.
El caso más emblemático fue el de Antonella, una nena quiaqueña de 14 años que fue encontrada por su madre en un prostíbulo de Potosí, la octava ciudad boliviana más poblada. Fue en diciembre de 2013, el mismo mes en el que los trece imputados por la desaparición de Marita Verón habían sido absueltos por un tribunal tucumano.
En Argentina se buscaban unas 6 mil personas con denuncia de "averiguación de paradero", una carátula que por lo general le baja la gravedad a la situación de personas retenidas por redes de explotación sexual y laboral. En contraste, los condenados por estos delitos en Argentina no llegan a las dos centenas.
Varios de esos casos pertenecen a chicas y chicos nacidos o criados en La Quiaca. Las noticias policiales, lamentablemente, no remiten a los hallazgos sino a hechos entre ridículos y vergonzosos, como el caso de los tres policías bolivianos detenidos por intentar hacer compras en la puna jujeña con billetes falsos que nadie sabe explicar cómo llegaron a sus manos.
Lo grave es que las respuestas políticas no son más alentadores. Mientras los familiares de las víctimas piden asistencia jurídica o contención institucional, los últimos gobiernos argentinos estuvieron más ocupados en promover una zona franca para seguir eliminando controles, aunque en verdad La Quiaca necesite exactamente lo contrario: reforzarlos.
En este magnético y misterioso páramo del altiplano, lleno de arena y cardones iluminados por el azul radiante del día y el frío estrellado de las noches, parece repetirse una triste historia circular: la de un pueblo que, creado sobre la nada, nada parece pertenecerle más que los pasos perdidos de quienes lo atraviesan sin dejar rastro. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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