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4 de agosto de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XVII

El imperio de una pasión

Cinco días antes de su arribo a Buenos Aires, el trasatlántico hizo su escala en Río de Janeiro. Para ese entonces, y después de un viaje de doce días desde Hamburgo, Albertine y Muniagurria habían convertido la travesía en un muestra inagotable de demostraciones afectuosas, anécdotas y anhelos.

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por:
Juan Basterra

Albertine disfrutaba del espíritu melancólico y preciso de Muniagurria porque veía en él un reflejo gemelo y, en algunos momentos, casi anticipatorio, del suyo propio. El sentido mundano del argentino, su cortesía sin melindres ni especulaciones, el don innato en el manejo de la riqueza de las palabras (y esto, sin importar el idioma en que se expresaran) convertían cada minuto vivido en un tiempo del que no se esperaba su culminación ni, mucho menos, su desencantado olvido. Después de la anecdota sobre Borges y la cena de homenaje a Macedonio Fernández, Albertine había preguntado a Muniagurria:

—¿Esas celebraciones pintorescas son frecuentes en Argentina?

—Mas de lo que se debería -contestó Muniagurria con una sonrisa cómplice y sardónica-. Supongo que responden a nuestro afán de esnobismo y, a no dudarlo, al eurocentrismo que tratamos de imponer a muchas de nuestras acciones. 

En Río de Janeiro, y durante dos días y medio, la pareja recorrió las playas, los corredores cercanos a los morros, y los lugares nocturnos. En uno de estos, ubicado en las proximidades de Ipanema, la pareja escuchó a una cantante paulista interpretar una serie de fados portugueses.

El tono desencantado de la música, el abandono en los gestos y las maneras de la intérprete, y hasta el mismo tono sombrío de la estancia conferían al momento una suerte de perennidad anticipada y memorable. La ciudad, además, mostraba todas las galas de que era posible en el fragor de los preparativos para la inminente Exposición Internacional de Río de Janeiro de 1922, evento que marcaría un momento decisivo en las transformaciones ligadas a la arquitectura, el arte y las costumbres cariocas.

Poco antes del desembarco, y en las horas previas a esa primera noche en la ciudad, Muniagurria había preguntado a Albertine:

—¿Le gustaría pasar las dos noches en un hotel? Creo que podría ser una buena decisión. Olvidariamos, al menos por algunas horas, el vaivén del barco.

—Me gustaría mucho -contestó Albertine con una sonrisa-. Con usted, todos los sitios, todas las posibilidades y todos los sueños tienen una concreción perfecta.

El lugar elegido fue el Hotel Majestic, ubicado a pocos metros del Passeio Público, y en las proximidades del Morro de Castelo. El edificio era de seis plantas y estaba rodeado de un jardín frondoso y abigarrado. Las habitaciones eran espaciosas y de color celeste.

Las cortinas descorridas dejaban ver la inmensidad del mar y la insignificancia de los objetos próximos, en una contraposición de las formas y sus objetivaciones en la materia. La temperatura era templada y benigna. Desde los morros circundantes llegaban hasta el interior del edificio los sonidos apagados y la luminiscencia producida por fogatas aisladas y celebrativas.

En ese marco sosegado y pleno Albertine y Muniagurria recorrieron los mercados, las librerías antiguas, las coloridas escaleras diseminadas en el entramado urbano y los restaurantes especializados en platos marinos. Las dos noches culminaron en una intimidad sin fisuras ni sobresaltos. La inminencia de la llegada a Buenos Aires, los numerosos planes para una vida compartida en un medio del que Muniagurria conocía todos los secretos y todas las expresiones, otorgaron a ese paso por Río de Janeiro el delicado y esplendoroso fulgor de la plenitud en la experiencia.

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, La parisina

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