
Interior
Los amantes llegaron al puerto de Buenos Aires el 30 de julio de 1922.
En un atardecer nuboso, y bajo un frío extremo, fueron necesarios siete hombres para trasladar los equipajes de Albertine y Muniagurria hasta los dos Ford T de tres puertas que los conducirían hasta la amplia residencia del argentino en la Avenida Alvear, a poca distancia del Palacio Fernández Anchorena.
Albertine tuvo algunos inconvenientes en la Aduana por el extravío de una parte de la documentación personal y la justificación de las valijas cargadas con collares de piedras preciosas y vestidos confeccionados con los géneros más preciados. Solamente la ascendencia de Muniagurria, y su tono imperativo, pero cordial, pudieron vencer la resistencia altanera del jefe de Aduana y los marinos de la custodia.
—Son muchas valijas, lo sabemos -dijo Muniagurria con una sonrisa-. Además, están muy cargadas. La señorita piensa vivir en Buenos Aires y honrarla con su belleza. Póngame en comunicación con el capitán Libonatti. Creo que lo vi hace un momento en camino a su oficina.
—No será necesario, señor Muniagurria -el aduanero adoptó un aire jovial y distendido-. Sabemos muy bien lo que usted representa para nuestro país. Con la firma de una pequeña acta declaratoria es suficiente.
El camino hacia la residencia descubrió un mundo impensado para Albertine. Los sólidos edificios que enmarcaban el recorrido, los monumentos en mármol y bronce en algunas esquinas y plazas, el tránsito elegante y pausado de las parejas en las veredas iluminadas por faroles de hechura delicada, le recordaron -y de una manera sorpresiva e inesperada- muchos de los lugares del París querido y lejano. En las inmediaciones de una fuente de inspiración neoclásica pidió detener los autos, diciendo:
—Esa Venus imperante, Enrique, me recuerda un conjunto ubicado en un parque cercano a mi casa. Me gustaría verla más de cerca, si es posible y tenemos algo de tiempo.
Muniagurria acompañó a Albertine por uno de los senderos de grava de la plaza. Los reflejos de las luminarias sobre el bronce de las figuras contrastaban con la luz intensa de los departamentos circundantes. Las últimas palomas visitantes comenzaban a buscar refugio en los alfeizares cercanos; los ruidos amortiguados de los pocos automóviles introducían un diapasón apagado a la culminación de la tarde.
Muniagurria rodeó a Albertine por el talle y la acercó hacía el pecho. Los paseantes de la plaza hubiesen podido observar, entonces, el contraste entre las figuras enlazadas: un hombre de estatura elevada y sobresaliente para la época, con ademanes firmes, pausados y lentos, y una mujer dispuesta a una entrega sin pausas ni dudas. Albertine susurró al oido de Muniagurria:
—Pensé en un viaje de algunos meses, y ahora me encuentro aquí, en una detención de la fuga del tiempo. La ciudad que había conocido hace apenas un año, y de la que guardo un recuerdo pálido, pero grato, se convierte, por imperio de un hombre al que apenas conozco, pero del que intuyo las formas y el fondo de que proceden, en algo muy cercano a lo más amado de mi vida. ¿Debo agradecer esta gracia?
—Por supuesto que no -contestó Muniagurria-. Espero, eso sí, no defraudar la dimensión de su esperanza.
El paseo por la plaza duró algunos minutos más. Después de una breve parada ante un busto de Belgrano, los dos amantes retomaron el camino hacia la casa de Enrique Muniagurria. De noche cerrada, y ante la presencia de algunos de los amigos del argentino, Albertine descendió de uno de los dos automoviles. En las escaleras de mármol exteriores a la residencia de Muniagurria aguardaban el mayordomo y el resto de la servidumbre. El callado estupor de los presentes acompañó el ascenso de los viajeros.
En la sala principal del edificio, bajo la mirada afable de una Minerva pintada al óleo en un cuadro de la escuela "manierista", aguardaban los otros invitados a la cena de bienvenida. Muniagurria fue saludando a cada uno de ellos con un abrazo cerrado y breve. Albertine lo acompañaba mientras era presentada a los concurrentes. En un extremo del salón aguardaban dos hombres de traje negro y moño bordó. Muniagurria dijo a Albertine, mientras se acercaba a ellos y les palmeaba las espaldas:
—La mejor música de nuestra tierra en las voces y las guitarras de dos maestros: Carlos Gardel y José Razzano.
Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar)
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