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Una vez producida la Revolución Francesa, la gran burguesía parisina no dudó en sacrificar la República a cambio de conseguir la difusión de los principios revolucionarios por toda Europa para transformar su estructura socio-económica.
El encargado de llevar a cabo esa empresa fue Napoleón Bonaparte. A excepción de Prusia, Austria, Rusia e Inglaterra, el resto del continente quedó bajo el control de las tropas revolucionarias. En cada lugar al que llegaron los ejércitos revolucionarios se produjo el mismo fenómeno: la revolución transmitió un mensaje de igualdad, libertad y fraternidad.
Éstos eran los valores de la Revolución, y encontraron un caluroso respaldo dentro de pequeñas minorías iluminadas, progresistas, de cada región, que se sumaron a las fuerzas revolucionarias y contribuyeron a derrotar a las autoridades aristocráticas y nobiliarias que detentaban tradicionalmente el poder.
Pero la forma de ocupación política de los nuevos espacios diseñada por Napoleón dañaba sistemáticamente los valores progresistas e igualitarios de la Revolución, ya que se basaba en la consagración como reyes, protectores o autoridades –asignándoles distintos títulos de nobleza– a parientes suyos o a hombres de su confianza. Más allá de la crítica ética, esta estrategia significaba la creación de una nueva nobleza europea, de plebeyos enriquecidos que debían su poder a la expansión revolucionaria.
De este modo, por un lado la revolución difundía un mensaje de libertad, igualdad y respeto por las libertades burguesas, que le permitió ser calificada como progresista por los grupos burgueses de las nuevas regiones en las que hacía pie y por los intelectuales que adherían al liberalismo; pero, por otro, las respuestas políticas que elaboraba Bonaparte reconocían una matriz monárquica y reaccionaria que en varios aspectos permitía rememorar los tiempos del Antiguo Régimen. La Revolución Francesa había garantizado y planteado como principios los de libertad, igualdad y fraternidad.
Pero, desde el principio mismo de la Revolución, a las autoridades revolucionarias se les planteó un problema. En muchos lugares, los sectores criollos –e incluso, los esclavos– de diversas colonias francesas reclamaban dejar de ser colonia de Francia y acceder a la autonomía, a la independencia, o bien obtener su libertad personal.
Esto fue lo que sucedió, por ejemplo, en Haití. Estos sectores –sobre todo, las poblaciones esclavas de color– planteaban que si la Revolución Francesa había llevado un mensaje de libertad, y ese mensaje de libertad proclamaba la igualdad y la fraternidad entre todos los hombres, no se entendía por qué ellos tenían que mantenerse en una situación de esclavitud aberrante. En ese sentido, la Revolución Francesa actuó del mismo modo en el caso de los jacobinos, como en el de los girondinos o el de Bonaparte; es decir, como una potencia colonial.
Siempre que hubo focos de resistencia, en lugar de hacer respetar los derechos del hombre y del ciudadano, reprimió. En el caso de Haití, la coerción colonial francesa fracasó estrepitosamente, ya que la revolución de los esclavos pudo alcanzar de motu proprio la independencia política en medio de un baño de sangre.
La expansión de Napoleón Bonaparte por el resto de Europa puso momentáneamente en jaque a la vieja aristocracia europea. Por esta razón, las autoridades monárquicas de Prusia, Rusia e Inglaterra celebraron una alianza para enfrentar a Bonaparte. En 1812, el emperador francés cometió el mismo error que iba a repetir Hitler mucho tiempo después: intentó atacar Rusia antes de haber consolidado su dominio sobre Europa occidental. Napoleón debió enfrentar el invierno ruso, y sus tropas, asediadas por el frío y el hambre finalmente fueron liquidadas por el ejército zarista.
La derrota de 1812 a las puertas de Moscú fue la primera que sufrieron las tropas de Bonaparte, pero tuvo un carácter ejemplificador que insufló un gran espíritu de lucha a aquellos que estaban nucleados en su contra. La guerra europea se incrementó y finalmente, en 1814, se produjo la primera deposición de Napoleón, quien debió abdicar lugo de su derrota a manos de los aliados.
Sin embargo, Bonaparte consiguió escapar de su prisión y retornó a París, desde donde gobernó durante cien días. En 1815, fue derrotado en forma definitiva en Waterloo y confinado en una isla del Mediterráneo hasta su muerte. Con su caída se cerraba la tercera etapa de la Revolución Francesa. A partir de entonces, las crisis políticas se repetirían en Francia a lo largo de un siglo, producto de las tensiones sociales provocadas por la Revolución, a las que resultaría muy difícil encontrar una respuesta definitiva. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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