
Interior
“Esa noche sentí la condenada soledad del amor, la imposibilidad de la posesión total de tu continente, el sino del náufrago en medio del cruel mar que lo circunda”.
Buenos Aires, 29 de septiembre de 1922
Querida Albertine:
Dentro de ocho días volveremos a vernos. Tengo negociaciones impostergables en Mar del Plata, una ciudad de la costa atlántica. No quise cambiar tu rutina, ni, mucho menos, ponerte en la enojosa situación de que accedas a acompañarme a un viaje que, lo sé muy bien, está en abierta contradicción a muchas de las cosas que nos parecen necesarias e insustituibles. Ya conocerás la ciudad de la que te hablo. Es hermosa y de una vida sosegada y plena. En ella existe un paseo diseñado por un paisajista de tu nacionalidad: Jules Charles Thays; también hoteles y casas de gran relumbre. Una de mis amigas, Francisca Ocampo, tiene su residencia en las afueras del centro.
Me gustaría mucho que la conozcas. Quiero que sepas también (la distancia que ponen las palabras escritas permite esta suerte de arrebatos), que soy un hombre muy feliz a tu lado, y que de todos los bienes con que nos premian la providencia y el azar, tú eres el más preciado. El tiempo a tu lado se desliza de manera vertiginosa; tengo temor de esa fuga y del devenir de nuestro amor. Sé muy bien que eres joven, y que el futuro es un prado inabarcable para tus anhelos y sus concreciones; también para mi certidumbre y mi tristeza.
Hace pocos días esa verdad tuvo su plena encarnación en la contemplación de tu cuerpo dormido. Tu estabas, en la distancia que la noche pone entre los seres, demasiado lejos de mí, demasiado aislada, y de tus mejillas habían huido los colores con los que la luz adorna tu hermosura; de tu talle, el porte enhiesto que tanto te señorea. Por la ventana entraba el débil y marmóreo resplandor de la luna. Me acodé sobre mi costado para mirarte. Un leve temblor de tus labios me dijo que soñabas. Tuve celos de ese mundo vedado para siempre a mis miradas, desvinculado eternamente de todo aquello que nos aproxima y nos funde en una sola llama, a miles de leguas de las tierras que tu silueta ennoblece.
Intenté despertarte y volverte a la clara comunión de los anhelos compartidos. Todo fue en vano: tu caprichoso cabello sumergía, en su intrepidez, el contorno de tu alma.
Esa noche sentí la condenada soledad del amor, la imposibilidad de la posesión total de tu continente, el sino del náufrago en medio del cruel mar que lo circunda.
Amándote más allá de los sueños, la dicha y la tristeza.
Enrique Muniagurria (www.REALPOLITIK.com.ar)
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