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La afirmación de que la actual civilización es el último escalón de la razón humana no es más que una expresión publicística a la que apelan frecuentemente los centros de poder mundial para imponer la certeza de que no existen alternativas a la situación geopolítica existente.
Sin embargo, más allá de los slogans, resulta imposible frenar los cambios y reacomodamientos propios de los procesos históricos. A lo sumo se les pone sordina.
La ilusión de transitar un eterno presente como herramienta para desalentar resistencias y cuestionamientos al ejercicio del poder caracterizó a los grandes imperios más allá de las épocas. Sin embargo, la experiencia histórica enseña que en cada momento en que las formaciones hegemónicas insistieron en profundizar la creencia de una “suspensión de la historia” se trataba, paradójicamente, de contextos de debilidad de esa dominación.
A lo largo del siglo XX, el “fin de la historia” fue la tesis que tanto el capitalismo y el socialismo coincidieron en tratar de imponer como prácticas características de ejercicio de su poder. Cada uno en su esfera de influencia se presentó a sus sociedades como realidades congeladas, como el acto supremo de la racionalidad y el progreso del hombre.
Y es que, en ambos sistemas, el progreso se tornó una categoría mensurable. El éxito se definía -y aún se define-, a través de indicadores de producción, tecnología, ingresos, productividad, etc. Las instituciones creadas por estos sistemas no propendieron a desarrollar talentos revolucionarios, sino que enseñaron a los individuos a utilizar un método que brindara soluciones satisfactorias para el sistema. Ambos hicieron de la racionalidad instrumental un fetichismo, adscribiendo con fanatismo a la lógica y a la eficiencia, las cuales a través de ciertas herramientas científicamente comprobadas lograrían las respuestas a todos los males de la humanidad.
Por supuesto que el personaje que mejor interpreta a estos sistemas es el tecnócrata. Ejemplar alumno de la civilización moderna encarna el sujeto que ha sido sometido a todos los disciplinamiento sociales y que los ha aprehendido como parte de su identidad. A los dos lados del muro que dividió al mundo después de la Segunda Guerra Muncial, la tecnocracia desarrolló efectivos mecanismos de dominio sobre la individualidad.
En esta impronta, el bloque comunista se encargó de difundir el sometimiento en aras de un futuro mundial sin explotación. El bloque capitalista, por su parte, propagó la explotación con la promesa de un planeta sin sometimientos. Ambos pretendieron manipular la acción humana y sometieron las conciencias para el beneficio de sus administradores tecnocráticos y la perpetuación de la dominación.
Sin embargo, la singularidad humana y la dinámica histórica de cambio y síntesis estalló en la década del 60 refractando ambas dominaciones. El período que comienza en los años 60 conjugaron dialécticamente violencia y pacifismo. En el contexto de la Guerra Fría se mostraba una faceta extrema y radical. Los escenarios de lucha fueron los países del Tercer Mundo. Para el bloque liderado por Estados Unidos, la Revolución Cubana de 1959 le imponía la necesidad de actuar más enérgicamente sobre su esfera de influencia. En Europa, la barrera contra el comunismo se construiría materialmente: en 1961 se inauguraba el Muro de Berlín. La presidencia de John F. Kennedy desplegaría para América Latina una política preventiva –la Alianza para el Progreso– y otra coactiva, entrenando a las fuerzas armadas latinoamericanas para la guerra contrarrevolucionaria; sus sucesores, apelarían a la coerción pura ocupando Santo Domingo y legitimando las dictaduras tecnocráticas en Sudamérica.
Pero los escenarios de violencia extrema se instalaron en lugares más turbulentos como la matanza de trescientos mil militantes comunistas en Indonesia, el horror del bloqueo de Biafra en la guerra de secesión de Nigeria, y la Guerra de los Seis Días, que culminó con la ocupación israelí de Cisjordania, la Franja de Gaza y todo el desierto del Sinaí.
Para los países de la órbita soviética, por su parte, esta década comenzaría con el resquebrajamiento de la unidad internacionalista de sus miembros. China fue la primera en romper con las directivas de Moscú, y Yugoslavia continuó ese camino de independencia. El nacimiento del eurocomunismo implicaba una revisión de la relación entre el poder central y sus satélites. Y Nikita Kruschev apeló a desparramar toda su artillería contra las repúblicas socialistas disidentes, aunque esa política tuvo éxito parcial.
La disputa entre ambos imperialismos tuvo como el escenario más trágico a Vietnam. El territorio vietnamita, dividido en dos regiones diferenciadas, fue el flanco elegido por las potencias de la Guerra Fría para dirimir sus fuerzas. La violencia ejercida por los poderes mundiales socavó pronto las bases de sustentación interna de ambas dominaciones. Los pueblos comenzarían a levantarse contra la fuerza de los poderes instituidos, contra las racionalidades capitalista y comunista, y así a hegemonía consensuada dejó paso a una crisis de dominación que aquejó a los dos ejes mundiales.
Eran los primeros llamados de atención y de comprobación de que, aunque pretenda disimularse o negarse, la dinámica de la historia no puede suprimirse. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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