
Interior
En cuatro días viajo a París. Me aguardan un conjunto de tratativas de negocios, mis antiguos compañeros de estudio de L'Ecole du Louvre, algunos temas relacionados al legado de Albertine, y la recolección de muchos de los testimonios que señalaron su paso por la existencia.
Dos meses antes de su internación definitiva en el Hospital de la Pitié-Salpêtrière, hicimos nuestro último viaje juntos. El destino elegido fue Estrasburgo, y esto, por un conjunto de motivos razonables y emotivos. La antigua ciudad alemana había sido, durante gran parte de la niñez de Albertine, el lugar en el que plasmó la concreción de sus sueños más inocentes.
En los distintos bulevares de Estrasburgo, su abuela materna le había enseñado los nombres de los diferentes árboles plantados a lo largo de decenios de años, y de ellos, Albertine tuvo la primera experiencia de la belleza y la caducidad. Todavía sobrevive un óleo de gran tamaño en donde se observa a una Albertine minúscula a los pies de un gran ciprés centenario.
En la mano de la niña sobresale un pequeño muñeco de lana hilada al dorado. Los cabellos castaños de Albertine (con ese color característico de las almendras) están recogidos en una malla translúcida. El atuendo de una pieza es de tafetán violáceo; los botines, de cuero negro y hebillas de plata. Esas reliquias sobreviven en una de las salas de la casa paterna en la Rue d'Assas.
Es a ellas, principalmente, que dedico mi nuevo viaje a París. Las hermanas de Albertine me las regalarán y las repartiré entre mis residencias de Buenos Aires y Bruselas. No solamente eso: Haré tallar, en bajorrelieve, el poema aquel de Matthew Arnold que tanto amamos, y que acompañó, con mi voz y mi recitado, de manera consciente o no para ella, las últimas horas de su vida:
La playa de Dover
El mar está en calma esta noche.
La marea alta, la luna duerme hermosa
Sobre el estrecho – en la costa francesa la luz
Resplandece y se ha ido; los acantilados de Inglaterra alzan,
Tenues y vastos, allá en la plácida bahía.
Ven a la ventana, el aire nocturno es dulce,
Soñoliento, desde la larga línea de espuma
Donde el mar besa la tierra empalidecida por la luna.
¡Escucha! Puedes oír el rugir de las piedras
Que las olas agitan, arrojándolas
a su regreso allá en el ramal de arriba,
Comienza y cesa, y luego comienza otra vez,
Con trémula cadencia disminuye, y trae
La eterna nota de la melancolía.
Sófocles, hace mucho tiempo
Lo escuchó en el Egeo, y trajo
A su mente el turbio flujo y reflujo
De la miseria humana, nosotros
También encontramos una idea en el sonido,
Cerca de este remoto mar del norte.
El Mar de la Fe
También era uno, en su plenitud,
Y rodaba en las orillas de la tierra,
Yacía como los pliegues de una gloriosa diadema.
Pero ahora sólo escucho
su rugir lleno de tristeza, largo y en retirada,
alejándose hacia el sereno de la noche
Hacia los extensos bordes monótonos.
Oh, mi amor, ¡seamos fieles el uno al otro!
Pues el mundo, que parece yacer ante nosotros
Como una tierra de sueños,
Tan variada, tan bella, tan nueva,
No posee en realidad ni gozo, ni amor, ni luz,
Ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor;
Estamos aquí como en una llanura sombría
Envueltos en alarmas confusas de fugas y batallas,
donde los ejércitos, ignorantes, se enfrentan por la noche.
Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar)
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