
Gremiales
En el último tercio del siglo XIX comenzó una transformación en el seno de los sistemas políticos que tuvo consecuencias muy importantes para el régimen democrático.
La mayor preponderancia de una vida urbana, la ampliación del sufragio y la aparición de partidos políticos de masas determinaron el pasaje de un régimen político notabilar a una democracia de partidos. Para algunos pensadores esto significó un pasaje del parlamentarismo, donde el notable dominaba la escena política, a un sistema donde grandes agrupaciones políticas pugnaban por imponer determinados valores políticos y sociales.
Tal vez resulte necesario establecer cuáles son las peculiaridades de los partidos políticos de masas. Para simplificar la miríada de posiciones presentes en la literatura politológica, puede construirse una triple clasificación de los partidos en función de los siguientes ejes: 1) su base social, 2) su orientación ideológica y 3) su estructura organizativa. La mayoría –si no la totalidad– de los trabajos sobre la temática cabalgan sobre uno de estos criterios, o bien, sobre una combinación de ellos. Los enfoques que hacen hincapié en la base social provienen, generalmente, de la sociología o del marxismo. Desde esta perspectiva, los partidos son entendidos como agentes portadores de la identidad de clase –que los transforma en vehículos de división social–. La taxonomía más habitual para clasificar a los partidos, de acuerdo con su base social, es aquella que los divide en obreros y burgueses. De acuerdo con esta dicotomía, cada grupo cristaliza sus identidades en torno de los antagonismos sociales; allí, las alianzas cobran significado a la luz de las causas que originaron las divisiones. Diferenciándose de los anteriores, quienes sostienen la orientación ideológica como rasgo distintivo de cada partido afirman que su accionar está determinado por el objetivo de la organización, y no por su composición social. La principal tipología, entonces, se construye con referencia al par derecha-izquierda, que desde la Revolución Francesa, se ha transformado en el criterio por excelencia para ordenar las ideas políticas.
A pesar que la definición de estos conceptos es más bien ambigua, se acepta generalmente como válido que la izquierda acentúa el peso del valor igualdad, mientras la derecha recalca la primacía de la libertad. Finalmente, una tercera perspectiva desplaza del foco tanto a la base social como a la orientación ideológica, para centrarse en aquello que distingue a los partidos modernos de cualquier otro grupo que, históricamente, haya cumplido funciones similares: la organización. Por esta vía, se resalta una asociación con el aparato burocrático del Estado, dentro del cual funcionan y al que, sin duda, emulan aspirando a controlar.
Lo que importa destacar es que los partidos, concebidos en cuanto organizaciones, se suponen movidos por fines propios que trascienden los objetivos que les dieron origen, al tiempo que también superan y transforman los intereses de los individuos que los integran, sean estos intereses de clase o de cualquier otro tipo. El grado en que un partido establece estrategias de adaptación o de predominio sobre su ambiente depende, entonces, de la fortaleza de su institucionalización. Más allá de la ubicación preferida por cada autor, parece sugerible evitar cualquier determinismo: ni el sociológico, basado en la composición de clase, ni el teleológico, sostenido por la ideología o los objetivos manifiestos, ni el organizativo, explicado a partir de la estructura interna, pueden abarcar por sí solos todas las dimensiones del fenómeno partidario. Más bien, estos aspectos son elementos concurrentes en la conformación de los partidos.
Los notables fueron desplazados por los partidos, y los ciudadanos se volcaron a votar en función de adscripciones partidarias y no de personas en particular. Esto no significó que los liderazgos personalizados dejaran de existir. Generalmente, encuadrados bajo el mote de demagogos, aparecieron dirigentes que se atribuían encarnar los sentimientos sociales, ideológicos y de la organización partidaria. Muchas veces, practicaban arengas radicalizadas en función de los antagonismos de clase, aunque también en la práctica muchos de ellos negociaban, tras bambalinas, con los partidos rivales.
Por eso, esta política fue acusada de detentar un carácter ambiguo, al ser profundamente comprometida en el terreno ideológico, pero totalmente lábil y negociadora en las prácticas.
Lo destacable es que todas las variables expuestas se conjugaron en este período en forma dialéctica. En primer lugar, se trataba de partidos políticos con una base social relativamente estable.
De manera que en la segunda mitad del siglo XIX aparecieron partidos de programa, partidos que intentaban identificarse con una clase social y económica determinada, o bien con una opción religiosa, que tenían un liderazgo muy fuerte. Estos partidos apuntaban a conducir una sociedad de masas. En estas masas urbanas, por lo general, los intereses de las personas eran aproximadamente similares. En efecto, casi todos los burgueses tenían intereses más o menos comunes, y lo mismo sucedía con los proletarios. Por lo tanto, el objetivo de los partidos era desarrollar un programa que atrajera el sufragio de una clase determinada. En la práctica, se trataba de partidos que apuntaban a garantizar el control social y a servir como elemento de identificación social para sus seguidores. Éste era el sistema de representación propio de una sociedad capitalista industrial, que sólo comenzaría a resquebrajarse un siglo después.
En segundo lugar, eran partidos de ideología, por supuesto que los más llamativos en esta categoría eran los partidos de izquierda; pero no era una exclusividad de éstos. En esta democracia de partidos, la constitución de un programa comenzó a ser obligatorio para la presentación de candidaturas y la opción del ciudadano estaba determinada por las ideas que contenían dicho programa. Sin embargo, difícilmente la población conocía el contenido de estos documentos partidarios, solamente podían acceder a él a través de los mitines, reuniones políticas donde el orador –ese demagogo al que se hizo referencia– era quien ofrecía el discurso político que las masas deseaban escuchar. Muchos individuos se identificaban con ellos porque compartían su programa; pero de hecho, las decisiones del partido eran tomadas por un pequeño grupo que formaba parte de la cúpula, de las elites de estos partidos modernos.
En tercer lugar, eran organizaciones, y si bien la cantidad de afiliados era variable, coincidían en que eran sus dirigentes los que definían los programas y las decisiones políticas –a menudo apelando a subterfugios tales como asambleas manipuladas–, y eran los que luego iban a participar del Parlamento. Estos partidos estaban basados, fundamentalmente, en la organización que les permitía garantizar la expansión territorial y obtener buenos resultados electorales. Cada jefe de partido, de acuerdo con el número de votos con los que contaba, pretendía imponer sus posiciones, o negociar con los demás, fuera del ámbito de la asamblea parlamentaria. De todas formas, esos discursos llevaban varios días y teóricamente deberían ser la base de la toma de decisión por parte de los Parlamentos. Pero, de hecho, antes de empezar toda la nómina de intervenciones ya se sabía claramente qué era lo que se iba a decidir.
El “hacer política” se transformó en una profesión, y el político se transformó, entonces, en un funcionario que cobraba un salario. Esta problemática fue ampliamente estudiada por Max Weber, quien observaba que mientras el notable vivía de rentas y su acceso al poder político era un instrumento para ampliar sus influencias en los negocios y su prestigio en una sociedad de estatus, el funcionario político moderno vivía “de la política”. Emergía así una problemática que atravesaría todo el siglo XX y que se haría más traumática a finales del mismo. La viabilidad de un régimen político donde los representantes eran empleados del Estado. Ponía en escena la gran controversia sobre el financiamiento de los partidos políticos: por un lado, si el Estado no garantizaba dichos mecanismos de subsistencia de los dirigentes partidarios, el régimen devendría nuevamente aristocrático, puesto que sólo los ricos podrían hacer política. Si por el contrario se institucionalizaban los salarios en los representantes, se podía caer en la tentación de que el representante político sólo estuviera interesado en mantener su banca de diputado o su cargo en la función pública para la que había sido elegido, y dejara efectivamente de legislar o gobernar para la ciudadanía y se abocara a mantener su fuente de financiamiento. Esta gran dicotomía aún no ha sido resuelta. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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