
Municipales
Desde los inicios de la vida independiente a orillas del Río de la Plata, el gobierno de las sociedades post-revolucionarias constituyó un problema de difícil solución para pensadores y políticos.
Natalio Botana afirma que la caída del principio monárquico, planteó la necesidad de construir un nuevo orden político y una "legitimidad de reemplazo" urgencia que no sería sin embargo satisfecha durante largo tiempo: según coinciden los estudios disponibles, el catártico reacomodamiento de círculos y facciones políticas operado propendería, en cambio, a profundizar la anarquía y la fragmentación intestinas durante la primera mitad del siglo XIX argentino. Esos tiempos oscuros albergarían un paciente ejercicio de reflexión, profundizado a la sombra del despotismo rosista.
José Luis Romero ha subrayado la influencia del pensamiento social francés en los jóvenes de la generación del ‘37, favoreciendo la elaboración de una lectura superadora sobre el drama político nativo que incorporó una marcada preocupación por la relación entre élites políticas y sociedad civil. En su opinión, una crítica irreverente sobre la acción de la primera generación de unitarios les conduciría a identificar en el exclusivismo social practicado una de las claves fundamentales para la instalación del orden rosista.
También para Ricaurte Soler esa dimensión social habría constituido la diferencia fundamental entre el Romanticismo y la Ideología rivadaviana, compartiendo por lo demás un horizonte de valores y principios políticos similares.
Por último, para Tulio Halperín Donghi, ese correlato era confirmado por el juicio de Juan Bautista Alberdi —vocero en este caso de una opinión compartida dentro del grupo—, prescribiendo la producción de un amplio consenso social como condición sine qua non para la consolidación del orden político, exhibiendo para ello como ejemplo más contundente al propio régimen encabezado por el Restaurador de las Leyes. Esta perspectiva no sería modificada durante los largos años de exilio. Más aún, el paso del tiempo habría de morigerar, incluso, la matriz sistemáticamente negativa de la propaganda anti-rosista. Después de todo, afirma Tulio Halperín Donghi, "Rosas había enseñado a los argentinos a obedecer (...) (imponiendo una) despolitización disfrazada de rabiosa politización (...)", logro que no dejaba de despertar la admiración de Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento, contestes en celebrar el fin de uno de los comportamientos más difundidos y nefastos para la cristalización del orden político, y precondición expectable para el abordaje definitivo del sendero del progreso.
Esta revalorización, que condujo al primero a lamentar, incluso, la imposibilidad de integrar de manera subordinada al caudillo de Palermo en un proyecto liberal, encontraría en el pragmatismo del segundo una pretensión a simple vista más promisoria: la de heredar el sistema establecido, despojándolo de su figura rectora. Para su decepción, la batalla de Caseros desmentiría tales previsiones, significando tanto la caída del líder federal cuanto el derrumbe del orden político cuidadosamente labrado. Una vez más, la construcción de un sistema político dotado de legitimidad suficiente y la producción de un consenso indispensable entre gobernantes y gobernados que le sirviera de base volvían a componer ese desafío periódicamente renovado en la breve historia nacional. Sin embargo, en este momento resultaba posible comprobar un rasgo original: una larga experiencia teórica y práctica, enriquecida por las profundas reflexiones elaboradas a través de diversos destinos de exilio, prometía sumarse al evidente hastío de élites y poblaciones exhaustas luego de largas décadas de violencia, potenciando las expectativas de obtención de una solución definitiva.
Sin embargo, pese al éxito alcanzado por el proceso de organización del sistema político moderno durante la segunda mitad del siglo XIX, las interpretaciones canónicas reiteradamente impugnaron su correspondencia con aquella combinación entre autoridad, legitimidad y consenso juzgada indispensable por sus contemporáneos. La historiografía institucional, denunció reiteradamente la "enfermedad endémica" del sistema político moderno argentino, esto es, su grosera ilegitimidad, al menos hasta la aplicación de Ley Sáenz Peña, sancionada en 1912, la cual garantizó el sufragio público, secreto y obligatorio de los adultos nativos y nacionalizados. En tal sentido, los estudios coincidieron en diseccionar la patología del sistema electoral precedente, alegando que el ejercicio constante del fraude y la violencia política habría conducido a un bloqueo del espacio de la ciudadanía, favoreciendo de este modo la conformación de una verdadera "república aristocrática", en la cual una élite autodesignada legitimaba su derecho a gobernar en base a su mayor competencia.
Una segunda interpretación, sostenida por la escuela de Gino Germani, ha subrayado —si bien haciendo hincapié sobre todo en la etapa posterior a 1880— el carácter excluyente de un sistema político que sólo convocaba a las urnas a un 2 ó 3 por ciento de la población. Más aún, al identificar como indicador de la participación política al acto de sufragar, concluía por sancionar un verdadero divorcio entre sociedad civil y poder político, al menos hasta la modificación de la legislación electoral señalada.
La producción histórica reciente ha puesto en cuestión tales juicios, adoptando para ello enfoques innovadores. Por ejemplo, Hilda Sábato ha objetado la identificación entre participación política/ejercicio del derecho de sufragar, recurriendo a dos argumentos claves: a) la verificación del desarrollo de formas de participación informales —como la prensa, el asociacionismo civil o la movilización política— en la Buenos Aires post-rosista, que habrían permitido conformar un espacio público ampliado de carácter permanente, y b) la tardía instalación de la discusión sobre ciudadanía política —a partir de la última década del siglo—, lo cual permitiría considerar al sufragio como una forma posible de participación, pero no la única y excluyente.
Asimismo, la identificación de la baja extracción social predominante entre los sufragantes diluye uno de los fundamentos teóricos esenciales de la "república aristocrática". Finalmente, la verificación de una difusión de formas de sociabilidad relativamente igualitarias en la sociedad porteña de los 1850 permite relativizar las interpretaciones encorsetadas sobre una lectura estática de la dinámica sociopolítica. A partir de tales avances resulta pertinente reexaminar la cuestión de la construcción del sistema político moderno, poniendo especial atención sobre aquella combinación entre consenso, legitimidad y autoridad, juzgada indispensable en los proyectos políticos de la época, y que las lecturas canónicas coincidieron en impugnar. Para ello, en este trabajo propongo abordar inicialmente esa tarea desde una perspectiva histórica, circunscribiéndome al espacio geográfico simbólico constituido por la provincia de Buenos Aires durante el período comprendido entre el fin del régimen rosista, en febrero de 1852, y la definición política de la batalla de Pavón, en setiembre de 1861, cuando la victoria de las fuerzas bonaerenses sobre las de la Confederación Argentina permitiría inaugurar la hegemonía del liberalismo porteño dentro de un sistema político finalmente nacional.
En tal sentido, aun cuando la necesidad de consolidación de la autoridad política a la caída del rosismo parece haber conducido efectivamente a la concreción de un acuerdo de gobernabilidad entre las facciones políticas porteñas supervivientes (compuestas por círculos liberales, liberales urquicistas, ex rosistas, conservadores, etcétera) que, en virtud del desarrollo de ciertas prácticas políticas estructurales —entre las que se destacaba evidentemente el fraude electoral—, favoreció la rápida conformación de una nueva clase política, ello no autoriza sin embargo a inferir una escisión entre sociedad civil y poder político. Por el contrario, tanto la inestabilidad interna característica de la década —signada por una dinámica facciosa pródiga en reacomodamientos y fragmentaciones—, como la amenaza armada latente que encontraba su abrigo en una inmensa campaña semi vacía, convirtiendo a Buenos Aires en una verdadera “ciudad sitiada” —fuerzas de la Confederación urquicista, bandas nómades armadas de militares y antiguos rosistas disidentes, y terribles malones de los indios pampas—, y, sobre todo, la experiencia acumulada durante décadas de disputas fratricidas, coadyuvaron a la conformación de un sistema político en el cual la producción de consensos, y, sobre todo, el de una activa opinión pública en formación, constituyó uno de sus rasgos más significativos. (www.REALPOLITIK.com.ar)
¿Qué te parece esta nota?
MÁS NOTICIAS