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Los llamados “príncipes de la Iglesia” eligieron papa a León XIV. Norteamericano, el primero. Pero más importante aún: heredero simbólico –ojalá también doctrinal– de León XIII y de Francisco.
En tiempos donde los imperios económicos y tecnológicos redibujan los mapas del poder global, la figura del nuevo pontífice se convierte en una señal profética: ¿Será este Papado una continuidad de la Iglesia de los descartados? ¿O retrocederá hacia una cómoda neutralidad funcional a los poderosos?
En 1891, León XIII publicó Rerum Novarum, una encíclica que sacudió a la Iglesia y al mundo. En ese texto, el cristianismo rompía con siglos de silencio frente a la llamada cuestión social. Se afirmaba, con fuerza inédita, que una sociedad no puede ser justa si no garantiza dignidad para el trabajador, límites al capital y reconocimiento de la comunidad como base de toda organización social.
Era una afirmación revolucionaria para su tiempo: el liberalismo decimonónico, triunfante, había naturalizado la explotación, y la Iglesia –demasiado cercana al trono y demasiado lejos del pueblo– parecía mirar hacia otro lado. Francisco apuntó en esa misma línea: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por encierro y comodidad”.
Hoy, con la elección de León XIV, se abre una nueva etapa. Su nacionalidad –estadounidense– no es menor. Proviene del corazón del sistema que impuso al mundo la lógica de la ganancia como principio organizador de la vida. De la cuna del individualismo como dogma y del mercado como tótem. Que desde allí surja una voz que pueda cuestionar esa misma lógica representa, por lo menos, una paradoja potente. Y también una oportunidad.
Vivimos tiempos de reconfiguración global. Las alianzas se resquebrajan, emergen nuevos polos de poder, y los organismos multilaterales se vacían de contenido. Estados Unidos se repliega, China avanza, Europa duda y América Latina sobrevive como puede. En ese marco, muchos analistas hablan de un nuevo “Yalta”, un nuevo reparto del mundo, no ya en términos geográficos sino tecnológicos, informáticos y económicos.
En ese tablero, la Santa Sede tiene un lugar singular. No es una potencia militar, no compite por recursos ni mercados, pero conserva un bien escaso en este tiempo: autoridad moral. Francisco entendió esto y colocó al Vaticano como un actor relevante en debates clave: el cambio climático, la desigualdad global, la migración, la guerra. ¿Podrá León XIV continuar ese camino?
La clave estará en su capacidad de mantener –y profundizar– el espíritu franciscano: una Iglesia con olor a pueblo, comprometida con las víctimas del sistema y no funcional a él. Porque una Iglesia que no incomoda al poder no está siendo fiel al Evangelio.
Mientras tanto, en nuestro sur, los signos de los tiempos son cada vez más duros. En la Argentina, el presidente Javier Milei agita una motosierra como símbolo de gobierno. Se persigna mientras recorta jubilaciones, pulveriza el salario y demoniza la justicia social. Habla de libertad mientras destruye el estado. Su proyecto no es novedoso: es la versión recargada de un viejo credo neoliberal, adornado con ropaje libertario y matices mesiánicos. Pero el mensaje de fondo es el mismo: salvar al país sacrificando a su pueblo.
En este contexto, el rol de la Iglesia –y del Papa en particular– no es accesorio. Cuando desde el poder se predica que la solidaridad es “robo” y la justicia social un pecado, la palabra eclesial puede ser el último refugio de sentido. Puede ser, también, una trinchera de resistencia ética.
Por eso, la elección de León XIV no es una anécdota de cónclave ni un hecho meramente eclesiástico. Es una señal. En tiempos donde se reorganiza el mundo desde la lógica de los algoritmos y las finanzas, donde resurgen discursos autoritarios disfrazados de libertad, la Iglesia está llamada a ejercer un papel incómodo pero necesario: recordar que el ser humano no es un costo ni una variable de ajuste. Que el evangelio no habla de eficiencia sino de justicia. Que el reino de Dios no se construye sobre la lógica del descarte.
León XIV, como pontífice, tiene la crucial tarea de continuar el legado de León XIII y Francisco, dos papas que marcaron hitos en la historia de la Iglesia. León XIII, con su Rerum Novarum, abrió el camino para una doctrina social que defiende al trabajador, limita el poder del capital y promueve la justicia social como deber cristiano. Francisco, por su parte, ha renovado esta tradición al convocar a una Iglesia más cercana a los pobres y a una acción política que desafíe las estructuras de poder establecidas.
Así, León XIV no solo hereda la misión de León XIII, sino que también debe asumir la responsabilidad de continuar la propuesta de Francisco: una Iglesia al servicio del pueblo, comprometida con la dignidad humana y dispuesta a desafiar los intereses poderosos, sin caer en la cercanía con el trono ni con los intereses globales que dominan la política mundial.
(*) Javier Barragán es licenciado en Ciencia Política, maestrando en Relaciones Internacionales y abogado.
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