
Interior
Tras sus muros, se concentran los hombres que durante años manejaron el negocio del narcotráfico en la provincia, especialmente en Rosario, donde la violencia se volvió parte del paisaje urbano.
El penal de Piñero, emblema del sistema penitenciario santafesino, fue diseñado para 2.120 internos, pero hoy supera los 2.800. Tras sus muros, se concentran los hombres que durante años manejaron el negocio del narcotráfico en la provincia, especialmente en Rosario, donde la violencia se volvió parte del paisaje urbano.
Ingresar a Piñero es, según quienes lo visitan, como entrar en una versión argentina del modelo Bukele: control absoluto, disciplina férrea y una idea del castigo que va más allá del encierro. No es casual. Hace poco más de un año, el gobernador Maximiliano Pullaro advirtió públicamente a los jefes narco: “No vamos a aceptar ninguna extorsión. Y si no lo entienden, cada vez la van a pasar peor”.
Esa frase se convirtió en política de Estado. Hoy, cada paso dentro de Piñero responde a un orden milimétrico, donde nada se deja al azar: ni una mirada, ni un movimiento, ni siquiera el tono de voz.
Aunque fue construida para poco más de dos mil internos, la prisión aloja a casi tres mil hombres, distribuidos según su peligrosidad y régimen de condena. Algunos mantienen un régimen reducido de visitas; otros, confinados en el Anexo 1, viven en aislamiento casi absoluto.
Son los llamados presos de alto perfil: jefes narcos y sicarios que alguna vez controlaron el negocio de la droga desde las sombras —y muchas veces, incluso desde la cárcel—. Se los identifica por su uniforme naranja y los grilletes que usan incluso para ir al baño.
En este sector no hay talleres, ni huerta, ni cocina. No hay educación, trabajo ni recreación. La idea de “reinserción social” no existe aquí. El gobierno provincial lo explica sin eufemismos: la prioridad es neutralizar el peligro.
Los familiares de los detenidos pueden visitarlos una vez por semana, bajo estricta vigilancia. Sin abrazos. Sin objetos que pasen de una mano a otra. Para muchos, la rutina equivale a “estar muertos en vida”.
Cada privilegio concedido en el pasado —una visita extendida, un recreo o un llamado telefónico— se transformó, según las autoridades, en una oportunidad para extorsionar o dirigir crímenes desde el encierro. Por eso, la política criminal cambió de eje: la cárcel ya no busca reeducar, sino aislar.
El resultado es una prisión que funciona como un muro simbólico y literal entre el Estado y el crimen organizado. Los pasillos impecables y las rejas brillantes contrastan con el silencio tenso de los reclusos, vigilados por guardias que no hablan. Detrás de esa prolijidad se esconde una soledad brutal.
En Piñero, la esperanza es un lujo que no figura en el reglamento. Los internos han presentado múltiples habeas corpus, todos rechazados. La Justicia provincial sostiene que cada concesión al narco es una puerta abierta al delito.
Así, la cárcel se transformó en una decisión política, una frontera clara entre la seguridad ciudadana y los derechos individuales. Los defensores de derechos humanos la observan con preocupación. Las víctimas del narcotráfico, en cambio, con alivio.
El dilema sigue abierto: ¿hasta dónde el encierro garantiza justicia, y cuándo empieza la venganza?
Mientras tanto, el gobierno de Santa Fe avanza en la construcción de una nueva prisión apodada “El Infierno”, ubicada detrás del complejo de Piñero. Será la primera cárcel argentina diseñada exclusivamente para narcotraficantes de alto perfil, inspirada en los modelos de control extremo que se aplican en otros países de la región.
Sus principales características:
Celdas individuales, sin contacto entre internos.
Sin recreos, talleres ni visitas compartidas.
Sin comunicación externa.
Un ambiente dominado por el silencio, el cemento y la vigilancia total.
Su inauguración está prevista para octubre de 2026, y promete marcar un antes y un después en la política penitenciaria nacional. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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