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13 de octubre de 2025 | Historia

Del ideario al poder

Los proyectos liberales para la Argentina moderna

La expresión “progreso argentino" remite a un profundo proceso de transformación social, económica, cultural y política que la Argentina experimentó tras la caída de Juan Manuel de Rosas.

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por:
Alberto Lettieri

A menudo se ha considerado que su excepcionalidad radicó no solamente en la magnitud de los cambios, sino en que los mismos habrían permitido corporizar un proyecto de país formulado previamente por una generación de intelectuales confinada al ostracismo durante los años más oscuros del rosismo. 

Sin embargo, esta afirmación ha sido cuestionada en los últimos años en vistas de las serias disonancias existentes entre esas perspectivas iniciales y una realidad histórica mucho más azarosa y errática, característica del período que se abre a la salida de Caseros. 

En efecto, ya durante la etapa de elaboración de ese pensamiento, los acuerdos entre los miembros de la comunidad letrada al momento de pensar la Argentina moderna, parecen haber expresado una decidida cohesión ante la prueba común del exilio, antes que la adhesión a un modelo compartido de país. 

Tras de las coincidencias sobre la urgente necesidad de una transformación, e, incluso, sobre las variables fundamentales sobre las que ella debería descansar —la inversión extranjera, la inmigración, el avance de los transportes, la educación y la institucionalización política—, los proyectos elaborados expresaron marcadas diferencias en cuanto a la forma en que esos factores deberían ser combinados, ofreciendo un abanico de opciones escasamente compatibles. Particularmente en lo referido a las características del liderazgo político y del consenso social indispensable para abordar la transformación definitiva de la república

Estas diferencias se irían agudizando en las décadas siguientes, provocando frecuentes enfrentamientos que condujeron a la adopción de posiciones polarizadas. Resulta necesario remontarse hasta la etapa de elaboración de esas propuestas, en la segunda mitad de la década de 1840. Tomando cierta distancia respecto de los escritos juveniles, los ensayos elaborados por la intelectualidad liberal en el exilio no sólo se preocuparon por sentar las líneas directrices del cambio, sino también por reconocer a sus posibles aliados e interlocutores en el momento de conducir y apuntalar ese proceso de transformaciones. El paso de la etapa de la proyectualidad a la de su implementación en un nuevo cuerpo de nación exigiría, pues, reformular el debate intelectual en clave profundamente política, integrando en ese diálogo a un conjunto de intereses materiales y concretos que atravesaban un redefinido escenario político nacional.

En este contexto se registra en 1847 la publicación, en Chile , del texto de Juan B. Alberdi La República Argentina 37 años después de su Revolución, en el cual se trazaba un panorama inesperadamente favorable del país en el que se reconocía su prosperidad y presencia internacional, asignándole un papel decisivo en ello a las bases puestas al poder político por Juan Manuel de Rosas.

El diagnóstico de Alberdi se acompañaba de la prescripción de una indispensable institucionalización política que, pese a todo, dudaba que el Restaurador de las Leyes pudiese implementar. Difería sustancialmente del proyecto presentado por Domingo F. Sarmiento dos años atrás en el Facundo donde las expectativas, en cambio, habían estado Colocadas en una aceleración del ritmo del crecimiento económico alcanzado, antes que en la normativización del poder político.

Pese a ello, ciertas coincidencias entre ambos análisis resultaban notables. Sobre todo en el momento de diagnosticar el surgimiento de una nueva clase propietaria en el litoral al amparo del rosismo, que a esta altura constituía un interlocutor inexcusable para una elite letrada en búsqueda de una base política expectable para el ansiado momento en que Rosas dejara de representar un estorbo para su regreso, postergado ya durante más de una década y media. 

Sin embargo, una vez reconocido este interlocutor común, quedaba en claro que lo que estaba en juego era el papel de ideólogo dentro de esa nueva clase dirigente en formación que debería suceder a la etapa de hegemonía rosista, y en esa apuesta las disonancias dentro de la comunidad de exiliados no tardarían en aflorar.

En tal sentido, si como respuesta a la publicación de su elogioso texto Alberdi había recibido una oferta concreta de retorno a la vida política nacional, refrendada por el mismísimo don Juan Manuel de Rosas —rechazada con cierto pudor por el publicista tucumano—, los años finales del rosismo estarían signados por la presentación de varias propuestas deudoras de su clima de época, ya que no de una indispensable coherencia con lo que los exiliados habían venido pregonando hasta ese momento.

Tal es el caso, por ejemplo, de Argirópolis (1850), donde Sarmiento abdicaba de algunas de sus ideas más características para afirmar que el federalismo era la voluntad mayor del pueblo argentino, burlándose en toda la línea de los unitarios, a quienes llegaba a calificar como "espantajos de aspiraciones torcidas". Para este momento, el sanjuanino ya tenía en claro que el hombre elegido para derrocar a Rosas era Urquiza y, coincidiendo con el poeta Hilario Ascasubi, protegido del caudillo entrerriano, se apresuraba a anunciar ventajas para todos de ese cambio.

En pos de ello no solamente le dedicaba explícitamente esta utopía legislativa, sino que se apresuraría a publicar, ese mismo año, sus Recuerdos de provincia, verdadera biografía de un político en ciernes, en la que intentaba exhibir su linaje y valor en la disputa política andina, articulando para ello un relato caracterizado por sus inexactitudes y errores.

Los textos de Sarmiento venían a caer en un momento en el cual, a la decadencia interna del rosismo, comenzaban a su-marse nuevos movimientos por la autonomía en las provincias del interior, encabezados por el caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza y el entrerriano Justo José de Urquiza, quienes acompañaron por entonces la ritual renovación periódica de su sumisión al gobernador de Buenos Aires con un pedido de organización constitucional.

Esta situación se vería agravada por la ruptura de relaciones anunciada por el Imperio del Brasil que, por entonces, en respuesta a la intromisión de Rosas en el Uruguay y su rechazo a la libre navegación en el río Paraná, había formado alianza con el Paraguay. Alentado por esta decisión, Urquiza repudió su pacto con Rosas y entró en acuerdos con el Brasil, el Uruguay y las delegaciones de Francia e Inglaterra, poniéndose a la cabeza del denominado ejército Grande Aliado de América del Sur, con el que se aprestaba a terminar con dos décadas de hegemonía rosista sobre el territorio argentino. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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