Nacionales
En plena decadencia del rosismo y ante la emergencia de nuevos actores provinciales, los liberales exiliados como Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento replantearon la estrategia política, priorizando la institucionalización del poder y el reconocimiento de aliados para garantizar la transición hacia una República organizada y estable.
En la segunda mitad de la década de 1840, los publicistas liberales que se inscribieron dentro de la denominada Generación del 37 tomaron cierta distancia de aquellos escritos juveniles en los que sostenían que la viabilidad del progreso radicaba en la adopción de las palabras, las creencias y la Constitución correctas, proponiendo en consecuencia una relación con el mundo de la política y las clases propietarias predominantemente especulativa. Por el contrario, los ensayos elaborados en el exilio no sólo se preocuparon por sentar las líneas directrices del cambio, sino también por reconocer a sus posibles aliados e interlocutores al momento de conducir y apuntalar ese proceso de transformaciones.
De este modo, los intelectuales reconocían que el paso de la etapa de la proyectualidad a la de su implementación en un nuevo cuerpo de nación exigía reformular el debate intelectual en clave profundamente política, integrando en ese diálogo a un conjunto de actores e intereses concretos que privaban en un redefinido escenario socio-político de dimensión nacional.
En este contexto se registra la publicación, en Chile, en 1847, del texto de Juan B. Alberdi "La República Argentina 37 años después de su Revolución", en el cual se trazaba un panorama inesperadamente favorable del país, reconociéndose su prosperidad y presencia internacional, y se asignaba un papel decisivo en esa empresa a las bases puestas al poder político por Juan Manuel de Rosas. El diagnóstico de Alberdi se acompañaba de la prescripción de la conveniencia de implementar una indispensable institucionalización política, que sería benéfica incluso en el caso de que el mismísimo Restaurador de las Leyes se decidiese a llevarla a cabo.
Esta urgencia, en realidad, había sido anticipada por Esteban Echeverría en la Ojeada Retrospectiva que acompañaba a la segunda edición del Dogma Socialista, en 1846: «Pensamos que la cuestión de instituciones será la primera, la más grande, la decisiva para el país. No hay que engañarse sobre esto; todas las demás cuestiones son subalternas. No hay sino una institución adecuada, normal, para el país, fundada sobre el Dogma de Mayo; en encontrarla está el problema».
La mirada de Alberdi difería sustancialmente de la ensayada por Domingo F. Sarmiento dos años atrás en su Facundo, donde las expectativas, en cambio, habían estado colocadas en una aceleración del ritmo del crecimiento económico, antes que en la normativización del poder político. Pese a ello, ciertas coincidencias entre ambos análisis resultaban notables, sobre todo al momento de diagnosticar el surgimiento de una nueva clase propietaria en el Litoral, al amparo del rosismo, que a esta altura constituía un interlocutor inexcusable para una élite letrada, lanzada a la búsqueda de una base socio-política expectable para el ansiado momento en que Rosas dejara de representar un estorbo para su regreso, postergado ya durante más de una década y media.
El reconocimiento de este obligado interlocutor potenció la disputa por el papel de ideólogo de esa nueva clase dirigente en formación que debería suceder a la etapa de hegemonía rosista, y en esa apuesta las disonancias dentro de la comunidad de exiliados no tardarían en aflorar. En tal sentido, si como respuesta a la publicación de su elogioso texto Alberdi había recibido una oferta concreta de retorno al territorio nacional, refrendada por el mismísimo don Juan Manuel de Rosas —rechazada sin demasiada convicción por el publicista tucumano—, los años finales del rosismo estarían signados por la presentación de varias propuestas deudoras de su clima de época, ya que no de una indispensable coherencia con lo que los exiliados habían venido pregonando hasta ese momento.
En este contexto, Sarmiento publicará su Argirópolis (1850), ensayo en el que abdicaba de algunas de sus ideas más características para afirmar que el federalismo era la voluntad mayor del pueblo argentino, burlándose en toda la línea de los unitarios, a quienes llegaba a calificar como «espantajos de aspiraciones torcidas». Para este momento, el sanjuanino ya tenía en claro que el hombre indicado para derrocar a Rosas era Justo José de Urquiza, y, coincidiendo con el poeta Hilario Ascasubi —protegido del caudillo entrerriano—, se apresuraba a anunciar ventajas para todos de ese cambio. Sin embargo, en la medida en que las diferencias entre Rosas y su probable sucesor le resultaban todavía sumamente ambiguas, realizaba una doble operación: por un lado, prescribía una consolidación institucional de la República, a través del funcionamiento de un Congreso con un grado de libertad garantizado, capacitado para dictar una Constitución liberal. Para ello, aconsejaba su ubicación en la isla Martín García, en ese momento en manos de Francia, potencia que debería responder por su normal funcionamiento, amparándolo de la perniciosa influencia de los caudillos nativos —aunque se refiriese específicamente a Juan Manuel de Rosas— y de los gobiernos del Uruguay y el Paraguay. Simultáneamente, intentaba posicionarse frente a los posibles cambios por venir, y dedicaba explícitamente esta utopía legislativa a Urquiza.
Poco después, Sarmiento completaba esta jugada apresurándose a publicar, ese mismo año, sus Recuerdos de Provincia, verdadera biografía de un político en ciernes, en la que intentaba exhibir su linaje y valor en la arena política andina, articulando para ello un relato caracterizado por sus inexactitudes y falacias. La propuesta que Sarmiento presentaba en Argirópolis venía a contestar una tradicional preocupación del pensamiento liberal en la Argentina independiente: la de garantizar una libertad legislativa en los hechos, en vistas de los férreos límites impuestos por el caudillismo. La novedad, en todo caso, residía en la solución esbozada para ese problema, en tanto se aconsejaba la ubicación de ese Congreso en una isla, resguardado por una potencia extranjera.
Tres años después, Alberdi se preguntaba: ¿cómo podría hacer cumplir y observar sus disposiciones semejante Congreso, en un territorio nacional dominado por caudillos? Los ensayos de Sarmiento venían a caer en un momento en el que, a la decadencia interna del rosismo, comenzaban a sumarse nuevos movimientos por la autonomía en las provincias del interior, encabezados por Ángel Vicente Peñaloza, el Chacho, caudillo de La Rioja, y por Justo José de Urquiza, gobernador y caudillo de la próspera provincia de Entre Ríos, quienes acompañaron por entonces la ritual renovación periódica de su sumisión al gobernador de Buenos Aires con un pedido de organización constitucional. Esta situación se vio agravada por la ruptura de relaciones anunciada por el Imperio del Brasil, que, por entonces, como respuesta a la intromisión de Rosas en el Uruguay y su rechazo a la libre navegación en el río Paraná, había formado alianza con el Paraguay.
Alentado por esta decisión, Urquiza repudió su pacto con Rosas, entrando en acuerdos con el Brasil, el Uruguay y las delegaciones de Francia e Inglaterra, para ponerse a la cabeza del denominado Ejército Grande Aliado de América del Sur, aprestándose a terminar con dos décadas de hegemonía rosista sobre el territorio nacional. De este modo confirmaba las expectativas de liberales y unitarios, dando rienda suelta a su ambición de poder, aunque su derrotero resultaría mucho más tortuoso de lo que había imaginado. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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