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30 de marzo de 2019 | Historia

Atentado afortunado

El día que Julio Roca casi muere de un piedrazo

El fraude electoral ha sido un dispositivo clave que utilizó la oligarquía argentina entre 1852 y 1914 para mantenerse en el poder. 

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por:
Alberto Lettieri

La explicación es simple: un pequeño grupo que monopolizaba el poder político, económico, social y cultural y que sostenía un modelo basado en la concentración de la riqueza y la exclusión social, difícilmente podría haber superado la prueba que suponía una elección abierta y sin condicionamientos y salir airosa. Más allá de su discurso liberal y progresista, sus prácticas eran claramente conservadoras y aristocráticas, y precisaban del control estricto del poder político para crear, mantener y actualizar los marcos normativos y represivos que posibilitaran la reproducción indefinida de su dominación. 

Tan evidente es esto que, cuando no tuvo otro remedio que aceptar la instalación del sufragio obligatorio, universal masculino y secreto, perdió sistemáticamente en todas las elecciones nacionales en las que se presentó a lo largo de un siglo. La única excepción fueron las elecciones de 2015. Esa oligarquía sólo obtuvo resultados electorales favorables con la reinstalación del fraude en la "Década Infame" de 1930-1943, o bien en momentos de proscripción del peronismo. 

Sin embargo, la inexistencia de la libertad de sufragio o la práctica sistemática del fraude no implica la inexistencia de una competencia electoral entre los distintos grupos que, dentro de esa misma oligarquía, aspiraban a detentar y ejercer el poder. Por esa razón la violencia electoral resultó moneda corriente al momento de tomar el control de las mesas, confeccionar las actas e, incluso, conseguir su aprobación por parte de las instancias institucionales respectivas. 

Las elecciones presidenciales celebradas el 11 de abril de 1886 no fueron la excepción. Julio A. Roca terminaba su primer período presidencial, había designado como favorito a su propio cuñado, Miguel Juárez Celman, y utilizó todos los recursos a su alcance para conseguir su victoria. Tal como era habitual, las denuncias de fraude ocuparon por varias semanas los titulares de los medios, se realizaron protestas callejeras y no faltaron las declaraciones altisonantes. También como siempre, de nada sirvió. 

El 10 de mayo de 1886, Julio Roca convocó a la asamblea legislativa respectiva en el Congreso Nacional para dejar inauguradas las sesiones ordinarias de ese año. Aún le restaban cinco meses de mandato, pero su autoridad no estaba cuestionada. Contaba con el respaldo del Partido Autonomista Nacional, partido hegemónico entre 1880 y 1916, que llevaba su propio sello como autor-, la paz interior estaba consolidada y la economía no sufría alteraciones. 

Sin embargo, no le faltaban los enemigos ni las cuentas pendientes. Sobre todo se había ganado la enemistad de Dardo Rocha, el gobernador de la provincia de Buenos Aires que había esperado, en vano, convertirse en el favorito de Roca para el recambio presidencial.     

La derrota de Rocha motivó una fuerte campaña periodística y un enrarecimiento del clima político. Pero, de ningún modo, una amenaza a la institucionalidad. Por esa razón Roca se encaminó sin mayor preocupación de la casa de gobierno hasta el Congreso de la Nación, ubicado por entonces en el otro extremo de la Plaza de Mayo (las actuales Balcarce e Hipólito Yrigoyen).

Eran alrededor de las 15.00 cuando la caminata de Roca fue interrumpida abruptamente por un sujeto vestido de negro, con larga barba y sombrero negro, que le arrojó un piedrazo certero a corta distancia, partiéndole la cabeza.         

El diario La Prensa relató de este modo el incidente: "Es imposible describir la violentísima conmoción que el bárbaro atentado produjo. Fue uno de aquellos acontecimientos extraordinarios que impresionan y conmueven a los pueblos".

El ministro Carlos Pellegrini reaccionó inmediatamente, y agarró al atacante por el cuello, mientras el resto de los ministros y la comitiva descargaban sus bastones sobre su humanidad. Los soldados adoptaron posición de combate y la el público se escapó de manera desordenada. 

El presidente Roca se tocó la zona impactada, observó que la sangre había manchado la banda presidencial y continuó caminando hacia el Congreso.

El resto del camino continuó entre vivas a Roca y exclamaciones del tipo "ya caíste", de los partidarios opositores. Una vez en el Congreso, Roca sufrió una breve lipotimia y recibió inmediata atención del ministro Eduardo Wilde, médico, quien le colocó una venda para detener la hemorragia. El impacto se produjo en el temporal izquierdo, cerca de la sien, y dejó una herida de 7 centímetros.  

El agresor había sido Ignacio Monjes, ex soldado correntino de 36 años que militaba en el comité de Dardo Rocha. Por entonces se encontraba desocupado. Monjes fue detenido inmediatamente y en su declaración justificó su agresión "por considerarlo responsable de la insoportable situación política y con la intención de salvar a la patria". En su bolsillo se le encontró una nota que decía: "El árbol de la libertad se riega con sangre".

El "zorro" Roca aprovechó la agresión para victimizarse y canjear las previsibles expresiones de los descontentos en una estruendosa salva de aplausos y vivas, al ingresar en el recinto legislativo con una venda en su cabeza. "Un incidente imprevisto me priva de la satisfacción de poder leer el último mensaje, que como presidente, dirijo al Congreso de mi país. Hace un momento, sin duda un loco, al entrar yo al Congreso, me ha herido en la frente, ni sé con qué arma".

Ese fue el primer paso espontáneo para sacar partido del atentado. La agresión de Roca ocupó la primera plana de todos los medios y, cinco días después, se organizó una numerosa manifestación en su respaldo, que según los periódicos habría alcanzado los 20 mil participantes, de Plaza de Mayo hasta su domicilio, en la calle Suipacha, que incluyó un generoso despliegue de cohetes y bombas de estruendo. Los medios destacaron la presencia mayoritaria de inmigrantes, lo que sugiere que contó con el apoyo de las empresas de servicios que hacían negocios con el gobierno nacional. 

Roca recibió a los manifestantes desde su balcón y allí agradeció la muestra de respaldo, destacando que no se había tratado de un atentado en su contra, sino contra la nación misma.    

Y no faltó el tinte demagógico, cuando al cerrar su discurso se jactó de "no haber derramado durante su mandato otra sangre que la que había caído de su frente".

El agresor fue condenado a diez años de prisión, acusado de haber cometido "delito de tentativa próxima de asesinato ejecutado con premeditación y alevosía". Sin embargo, en 1896 el propio Roca solicitó su indulto y hasta le consiguió empleo, en medio de la campaña electoral que lo llevaría nuevamente a la presidencia en 1898. Colocar en la agenda pública el recuerdo de la agresión sufrida constituía un recurso electoral útil y el “zorro” no estaba dispuesto a desaprovecharlo. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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