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11 de mayo de 2019 | Historia

La magnífica ironía de Dios

Borges, el mediopelo argentino

El 14 de junio de 1986 falleció en Ginebra, Suiza, Jorge Luis Borges. Nada, en su tumba, lo relaciona con Argentina. Ni su voluntad de trasladarse para pasar los últimos años lejos del país ni las inscripciones en anglosajón esculpidas sobre la lápida ni la dedicatoria de su segunda esposa, María Kodama, refiriendo a una antigua leyenda vikinga.

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por:
Alberto Lettieri

Por esa razón, cuando en 2009 se presentó un proyecto para trasladar sus restos al exclusivo cementerio de la Recoleta porteña, Kodama manifestó su más ferviente oposición, y la iniciativa naufragó sin dilaciones. Al fin y al cabo, los restos de Borges estaban exactamente en aquel lugar que el bardo consideraba como su patria. Parafraseando a Sarmiento, Borges podía afirmar que “la patria es allí donde estoy bien”, y esa Argentina siempre ajena y extraña a los gustos y las preferencias de Borges se había convertido para él en un suelo pantanoso y odiado a partir del advenimiento del peronismo y su alud de reformas sociales, políticas y económicas.

Nacido en 1899 en el marco de una familia cuyo árbol genealógico sintetizaba las estirpes anglosajona, española y portuguesa, y atravesada por tradiciones militares y literarias de antigua data en las orillas del Plata, Jorge Luis Borges fue educado en un hogar bilingüe, donde convivían el inglés y el español, donde la orgullosa exhibición de esos antiguos blasones convivía con el desprecio por todo aquello que no expresara un adecuado tufillo cosmopolita. Su educación fue encomendada a una institutriz británica, y sólo comenzó a concurrir a la escuela pública en cuarto grado, a los nueve años, en el barrio de Palermo, donde el acaudalado Borges experimentó un rechazo mutuo con los niños del pueblo llano. Algunos años después, en 1914, cuando su padre decidió trasladarse junto con su familia a Ginebra, para recibir tratamiento de una irreversible ceguera, Borges encontró su lugar en el mundo: en el liceo Jean Calvin estudió francés, aprendió alemán por su cuenta, y pudo dar rienda suelta a todas las fantasías culturales a las que el mediopelo argentino siempre había aspirado. Hacia el fin de la guerra, la familia se trasladó por dos años a España, estancia que le permitió a Borges enriquecer su cosmopolitismo europeizante. Para 1921, el retorno familiar a Buenos Aires supuso la desdicha del joven literato, quien sin embargo descubrió, gracias a un amigo de su padre, Macedonio Fernández, los suburbios de su ciudad natal, que se le antojaron a la vez promiscuos y cautivantes, convirtiendo al tango, a lo gauchesco y a los oscuros cuchilleros en uno de los ejes primordiales de su obra.

Durante las década de 1920, Borges se incorporó a la UCR e impulsó una serie de revistas e iniciativas literarias. Fundó Prisma y Proa, participó de Nosotros y de Martín Fierro, y publicó en 1923 su primera obra, Fervor de Buenos Aires, antes de emprender un nuevo viaje a Europa. El factor económico no constituía un motivo de preocupación para este joven oligarca, cuyas inclinaciones intelectuales se sostenían sobre una fortuna familiar que comenzaba lentamente a mermar a consecuencia de la declinación física de su padre. Varios años después, en 1938, el fallecimiento de su progenitor lo colocó ante él, para él, desconocido desafío de tener que sostenerse económicamente por su cuenta. Sin embargo, hombre de tradición oligárquica, no adolecía de amigos influyentes para conseguir un empleo público, y así se incorporó a la biblioteca Miguel Cané, del barrio de Almagro, donde pudo hacer lo que siempre había hecho, financiado ahora por el estado: vivir entre libros, escribir y mantenerse al margen de todo compromiso social.

El ascenso del peronismo significó tanto para Borges como para la oligarquía y el mediopelo argentino un punto de inflexión traumático. Súbitamente, quienes se consideraban dueños de la patria y de sus tradiciones debieron tomar nota de que esa Argentina subterránea, mestiza y nativa, que el proyecto oligárquico dependiente del liberalismo de la generación del ’37 había condenado a la miseria y al olvido, exigía imperiosa la reivindicación de tantas décadas de oprobio y de masacre. El reconocimiento de los derechos de los desplazados constituía un capítulo que la familia oligárquica de Borges no estaba dispuesta a considerar. Su madre y su hermana fueron condenadas a treinta días de prisión en El Buen Pastor por alterar la paz pública, en tanto que Borges recibía un ascenso en la administración pública: de bibliotecario a “inspector de mercados de aves de corral”. El gobierno popular y democrático le daba así la oportunidad de salir de su mágico mundo de ilusiones e involucrarse con la realidad cotidiana de la sociedad argentina. Sin embargo, esta decisión fue asumida como un ultraje y renunció a su cargo.

En su miope visión de la sociedad argentina, Borges sólo alcanzó a ver en el peronismo la consagración de un liderazgo personal y estatizante. Paradójicamente, en una actitud típica del mediopelo argentino, Borges reivindicaba su individualismo militante y su profundo antiperonismo, y se definía como “un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos”, al tiempo que durante buena parte de su vida vivió a expensas del erario público. En 1950, la Sociedad Argentina de Escritores, en un expreso desafío al gobierno popular, lo designó como presidente. La resistencia cultural de la oligarquía no cesaba. Algunos años después, la tiranía fusiladora, encabezada por Aramburu y Rojas, inauguró años de sufrimiento para las mayorías populares y de buenaventura para Borges. En 1955 fue designado director de la Biblioteca Nacional, cargo que desempeñó durante 18 años, hasta el advenimiento de un nuevo gobierno democrático y popular. Ese mismo año fue designado miembro de la Academia Argentina de Letras, se le concedió la cátedra de Literatura Alemana de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y algún tiempo después se le otorgó la dirección del Instituto de Literatura Alemana en la misma casa de altos estudios.

El retorno de la democracia en 1973 fue percibido con espanto por Borges, lo cual explica su regocijo ante el golpe que instaló el terrorismo de estado y la dictadura cívico - militar en 1976: “Yo estaba en California con un amigo y recuerdo que cuando supimos lo que había ocurrido nos abrazamos”. Algún tiempo después cayó en la cuenta de su error y recibió en su domicilio a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo: “Algunas serían histriónicas, pero yo sentí que muchas venían llorando sinceramente porque uno siente la veracidad. Pobres mujeres tan desdichadas. Esto no quiere decir que sus hijos fueran invariablemente inocentes, pero no importa…”.

En el epílogo de su vida, Borges aplaudió la derrota en Malvinas, considerando que su reconquista hubiera garantizado la continuidad de la dictadura. La reinstalación de la democracia en nuestro país, en 1983, aceleró su decisión de fijar residencia definitiva en Ginebra, tras un breve romance con el alfonsinismo. Según su primera esposa, Elsa Astete Millán, Borges “era etéreo, impredecible. No vivía en un mundo real”. 

Criado en el seno de una oligarquía apátrida, jamás comprendió la Argentina ni hizo esfuerzo alguno por hacerlo. Al fin y al cabo, como reconoció en su “Poema de los Dones”, “(…) Dios, que con magnífica ironía, me dio a la vez los libros y la noche”. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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