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19 de agosto de 2019 | Nacionales

Balance de una semana agitada

La derrota de Macri y, como reza el refrán popular, “El que se enoja, pierde”

Un viejo refrán popular asegura que “el que se enoja, pierde”. Y Mauricio Macri está enojado. No es de ahora. Se lo advierte en las arrugas que surcan hoy su rostro, cada vez más parecido –para su desgracia- al de su padre, Franco Macri, el mismo al que acusó de corrupción con el cadáver aún caliente. 

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por:
Alberto Lettieri

No es de ahora. Exactamente un año atrás nos advirtió a todos los argentinos: “Si me enojo puedo hacerles mucho daño”. De repente despertó de su sueño y, de un palazo, descubrió que la política y la lealtad a menudo no van de la mano. Que los intereses individuales y corporativos son permanentes, mientras que las solidaridades son sólo circunstanciales. 

Creyó que podría gobernar al país como manejaba sus empresas, rodeándose de CEOs y juzgando por los resultados. Pero los CEOs de los que se rodeó tenían sus propias empresas detrás, y los resultados que perseguían –y que obtuvieron- iban en línea directamente opuesta al bienestar general. 

El domingo tuvo que presentar el balance de su gestión a un directorio de accionistas muy especial: el pueblo argentino. Si alguna vez se hubiera preocupado por escudriñar más allá de la torre de marfil en que se encerró voluntariamente, y hubiera visto el mundo con sus propios ojos, en lugar de hacerlo con el de multimedia, periodistas y funcionarios que le redactaban el diario de Yrigoyen para seguir obteniendo fabulosos beneficios de la caja del pueblo argentino, hubiera estado a punto de cambiar. 

Pero no lo hizo. Aceptó sin preocuparse la suspensión de los timbreos, que desde un principio habían sido armados. No quiso oír las voces de reprobación que lo aguardaban ante cada mínimo contacto con la sociedad, aquí y en el exterior, pese al aislamiento y las restricciones que le imponían desde el entorno presidencial. Creyó los cantos de sirena que le aseguraban que, pese a que sus candidatos habían sido derrotados en catorce provincias al hilo, en la elección general el pueblo volvería a elegirlo. 

Creyó en los contratistas del estado –una categoría que él conoce muy bien, por haber sido siempre parte- que le aseguraban que si el pueblo tenía asfalto y no se ensuciaba de barro las zapatillas no le importaría resignar la comida, la salud y la alimentación, para alimentarse cada tanto –poco y mal-, en improvisados comedores desprovistos de los recursos más elementales. 

Creyó que los argentinos serían felices sirviéndole como el perro manso al amo, asistiendo pasivamente al espectáculo degradante el incremento exponencial de los miembros de su gobierno y sus familiares, de los empresarios amigos y del poder financiero cómplice. 

Fue tan necio que se empeñó en convocar y confiar ciegamente al momento de gobernar en Marcos Peña y Jaime Durán Barba. Especialistas en campañas de opinión y definición de estrategias electorales, pero absolutamente neófitos en el arte del buen gobierno. 

También creyó en sus falacias y creyó que el éxito en la administración de la CABA, que lo potenció a la presidencia, era mérito suyo, y dejó afuera al principal cuadro del espacio Pro: Horacio Rodríguez Larreta

Hoy Marcos Peña es una especie de portador de un virus que hace que todos se alejen y, como desde hace tiempo, exijan su renuncia. Jaime Durán Barba, con su habitual pragmatismo, afirma que Macri "tiene que aceptar lo que pasó", que las encuestas pueden fallar y que en la política se gana y se pierde, mientras, a la disparada, tomaba un avión para alejarse del cono sur de América.   

Mientras tanto, de aquella formación inicial, sólo quedaron Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal y Rogelio Frigerio. Todos con motivos más que suficientes como para darle la espalda. A Vidal le hizo perder la provincia en las PASO, con escasas chances de revertir el resultado. Rodríguez Larreta consiguió imponerse, pero continúa mordiendo clavos ante la eventualidad de un ballotage en la CABA. Frigerio siempre estuvo al borde de la cornisa, a la espera del empujó de los Pro “puros” que hoy ya no están. 

Tan leales fueron Larreta y Vidal que hasta le acercaron a Mauricio Macri un reemplazo de primera categoría para cubrir la renuncia del interventor del FMI en el ministerio de Hacienda, Nicolás Dujovne, que no esperó demasiado para poner los pies en polvorosa para ponerse a cubierto de Comodoro PY. Nada menos que Hernán Lacunza. Tres años y medio atrás hubiera sido mejor. Hoy se expone a ser el Jorge Remes Lenicov de la etapa de transición final de Cambiemos. 

También Macri tiene a su lado “Lilita” Carrió, una fundamentalista mediática que insiste en promover la desunión y el enfrentamiento en una sociedad que aspira a dejar atrás, de una vez por todas, la infame grieta. ¿Creerá el presidente que celebrando la muerte de Juan Manuel de la Sota y Carlos Soria, y prometiendo que de Olivos sólo los sacarán muertos, conseguirá revertir el papelón de las PASO? La diputada parece decidida a espantarle los votos de los indecisos e independientes que creyeron que Cambiemos significaba una solución racional para los problemas históricos argentinos, pero Macri parece un ídolo asirio –sordo, ciego y mudo- que no se anima a cruzarla.  

En los tramos finales de la campaña se agregó Miguel Pichetto, hábil en la negociación política y en el tejido institucional, pero sin alcanzar a mover el amperímetro cuando de voluntad popular se trata. Pichetto sería el jefe de Gabinete ideal para una transición, por sus cualidades, trayectoria y envergadura política. Pero, hasta el día de hoy, Macri sigue refugiándose en Marcos Peña, “sus ojos”. 

Quienes lo rodean aseguran que el presidente Mauricio Macri está enojado con su entorno, con los argentinos y, también, con su propia ceguera que le impidió ver la realidad durante tanto tiempo. Por eso habría tomado la decisión de “dejar correr” el dólar el lunes, como represalia para los argentinos por haber votado mal. Por eso, también, su reprobable discurso de ese mismo lunes, cuando negó las elecciones y ninguneó al pueblo argentino. Por eso, finalmente, las absurdas decisiones económicas presuntamente “populistas”, tomadas de manera inconsulta, sin medir los daños que pudieran suponer para el tesoro público o las economías provinciales. El mismo método de prueba y error que nos llevó a la catástrofe. No se puede gobernar pidiendo disculpas.

Ningún presidente constitucional anterior se animó a descalificar tanto al pueblo soberano, a la democracia y a las instituciones de la república. Es de esperar que recapacite. El destino de 44 millones de argentinos depende todavía de eso. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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