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14 de septiembre de 2019 | Historia

"El restaurador"

Rosas, Alem y las traiciones al acecho

Juan Manuel de Rosas nació en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793. Con apenas 13 años, en 1806, participó en la Reconquista de Buenos Aires, abandonada por una claudicante dinastía de Borbones españoles en manos del león inglés. 

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por:
Alberto Lettieri

Un año más tarde, en 1807, se incorporó en la compañía de niños del cuerpo de Migueletes, para tomar parte del nuevo intento británico por hundir su garra en nuestro territorio. Esas fueron las primeras dos muestras de la inclaudicable determinación de preservar nuestro suelo frente a las pretensiones imperiales que lo caracterizaría a lo largo de su vida.

Retirado provisoriamente a la vida privada, Rosas se reveló como un exitoso administrador de ganado y de estancias ajenas, hasta que, hacia fines de la década de 1810 adquirió la estancia Los Cerillos, en San Miguel del Monte. Esta adquisición no sólo supuso una coronación inicial de su tarea en los años previos, sino que le permitió organizar su capital político inicial, el cuerpo de los Colorados del Monte, con los cuales hizo frente a los malones que asolaban la región, alcanzando el grado de teniente coronel.

La comandancia de esta fuerza armada le permitió ir desempeñando una participación más activa en la vida política porteña. En 1820, tras la derrota de Buenos Aires en la batalla de Cepeda a manos de los caudillos López y Ramírez, de Santa Fe y Entre Ríos, respectivamente, Rosas jugó un papel descollante en el rechazo del intento de invasión de la provincia por parte del primero, forzándolo a la retirada. Sin embargo, su tacto político privó al momento de rechazar la iniciativa del gobernador Manuel Dorrego de avanzar al territorio santafesino, que terminaría en la terrible derrota de Gamonal, el 2 de septiembre de 1820.

La figura que desvelaba a Rosas –admiración que sería mutua más adelante– era la del general José de San Martín, prueba de lo cual le asignó su nombre a una de las estancias que adquirió en los primeros años de la década de 1820 en la zona de La Matanza, justamente en un momento en que el libertador era tratado como un paria por los unitarios porteños.

De manera silenciosa Rosas fue incrementando su relevancia política, hasta el momento en que un hecho aberrante, el crimen de Dorrego a manos de Lavalle (13 de diciembre de 1828), instigado por la elite unitaria, lo catapultó a desempeñar un papel protagónico en la provincia, derrotando primero al criminal general en Puente de Márquez (26 de abril de 1829), para luego acceder a la gobernación con la suma del poder público.

A lo largo de sus dos gestiones, 1829-1832 y 1835-1852, Rosas garantizó primero la paz interior de la provincia, para luego abordar la construcción de un orden confederal nacional que mantuvo sin mella la soberanía y la dignidad de la patria. En el ínterin, la conspiración entre opositores y federales desleales lo alejó provisoriamente del ejecutivo provincial, situación que aprovechó para extender el control territorial hasta el río Colorado, a través de su famosa campaña del desierto. Rosas estableció acuerdos económicos y tratados con numerosas tribus indígenas, confrontando con otras –en general procedentes del territorio chileno, que habían exterminado o sometido a los pueblos originarios del sur argentino– que se negaron a sellar acuerdos similares.

Durante su extensa gestión, Rosas impulsó la protección de las producciones regionales, a través de diversas herramientas jurídicas, como por ejemplo la ley de Aduanas, de 1835. Los estrictos límites impuestos al capital extranjero, así como su ordenada administración del erario público y la transparencia en el ejercicio del poder judicial le granjearon la oposición de las potencias de la época, Inglaterra y Francia, así como la de sus lacayos locales: unitarios, liberales y algunos federales desleales, como los denominados Libres del Sur, que provocaron un amplio levantamiento en la campaña porteña en coincidencia con el bloqueo francés iniciado en 1837, o el correntino Pedro Ferré, durante e inmediatamente después del posterior bloqueo anglo-francés (1845-1848). La Liga del Norte, Lavalle, Paz, el oriental Fructuoso Rivera… todos se probaron las prendas del cipayismo infame, sin alcanzar éxito alguno. Inversamente, la gesta de Obligado dejó asentada a las claras la profundidad de la textura nacional de la Confederación Argentina y la vocación de su líder de garantizar su soberanía, sin impulsar el poderío de los adversarios. Ante la agresión externa y la traición interna, la patria cobraba vida y consolidaba sus lazos.

Sin embargo, en lo que parecía ser el momento de su máximo esplendor de la Confederación Argentina, una nueva traición, tal vez la más dolorosa por tratarse de un aliado dilecto y lugarteniente privilegiado de Rosas, Justo José de Urquiza, seducido por las promesas de lucro y poderío personal formuladas por exiliados liberales y unitarios, por la diplomacia inglesa y por los enviados del emperador del Brasil, puso fin a una larga etapa de bonanza y de reinado de la soberanía nacional. Para dar rienda suelta a su ambición, el gobernador entrerriano no dudó en propiciar la invasión del suelo nacional por tropas extranjeras, endeudó irresponsablemente a futuro al erario y prometió resignar la soberanía nacional en lo referido al comercio y la navegación de los ríos interiores. Rodeado de unitarios y liberales, en su mayoría plumas a sueldo del capital inglés, Urquiza estableció las bases del nuevo estado nacional, utilizado a partir de la década siguiente por Mitre y el liberalismo porteño para exterminar al federalismo y a buena parte de la población criolla y nativa de la patria.

No sólo eso. También Urquiza entregó a sus compañeros del Partido Federal a la venganza sanguinaria de liberales y unitarios, a cambio de beneficios económicos o políticos. En la década de 1860 serían víctimas de su ruin complicidad el Chacho Peñaloza y la mayor parte de los federales a escala nacional. En los años 1850, su abandono del escenario porteño posibilitó la ejecución pública, en un proceso viciado de evidente nulidad, de una docena de figuras caracterizadas del rosismo, entre ellas, Leandro Antonio Alen, a manos de la dirigencia liberal.

El único hijo varón del desgraciado pulpero de Balvanera creció en medio del escarnio público que los nuevos amos de la provincia impusieron a las tradiciones federales: manipularon el pasado, lo deformaron, ocultaron o manipularon impunemente la historia nacional. El joven Alen, débil de carácter en sus años mozos, intentó dejar de ser el "hijo del ahorcado", modificó su apellido adoptando el de Alem, trató de borrar todo vínculo con Rosas e ingresó en la política porteña dentro del liberalismo autonomista que lideraba Adolfo Alsina. Sin embargo, al momento de la muerte de Rosas, el 14 de marzo de 1877, Leandro Alem había comenzado a retornar a sus raíces, tomando activa participación en la formación del efímero Partido Republicano, a través del cual los jóvenes autonomistas manifestaron su oposición al espurio acuerdo electoral tramado entre Mitre, Alsina y el presidente Avellaneda. A partir de entonces, Alem inició un decidido proceso de ruptura con la república oligárquica, que lo condujo a la creación de la UCR, y a la organización de las revoluciones a través de las cuales el naciente partido pretendió desarmar la estructura política fraudulenta articulada por la elite cipaya. Sin embargo, la revolución de 1893, condenada al fracaso en gran medida por la decisión de su sobrino, Hipólito Yrigoyen –otro que había trocado su apellido original de Irigoyen para diferenciarse de su tío Bernardo–, para desplazarlo del liderazgo partidario, lo sumió en un cono de sombras que concluiría provocando su suicidio, el 1 de julio de 1896. Lo que sus enemigos naturales no habían conseguido fue propiciado por sus aliados más dilectos. Sórdida, implacable, la traición se urdía en su propia casa. 

Las enseñanzas de la historia son inapelables. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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