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21 de noviembre de 2019 | Opinión

Del caos semántico a la racionalidad

El estallido social de Latinoamérica

Las recientes olas de protesta y desmadre en Chile, Bolivia, Perú y Ecuador, sumado al orden de emergencia permanente que atraviesa Venezuela, y, hasta los pormenores de “la grieta”, merecen una multiplicidad de análisis, solamente para llegar a comprender: ¿por qué estamos cómo estamos?, ¿dónde estamos?, y acaso, ¿hasta dónde pensamos llegar?

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por:
Constanza Moragues Santos

Definir cuestiones claves con respecto a lo que ocurre actualmente en Latinoamérica requiere, en principio, de recuperar nuestra capacidad perdida de llamar a las cosas por su nombre.

Desde una perspectiva comunicacional, el despliegue de noticias, artículos de opinión, columnas informativas y programas de televisión, destinados a explicar la relación invariable de causa - efecto entre política económica y estallido social, es inmensurable. Tanto en términos nacionales como supranacionales, ésta parece ser una preocupación motivada, esencialmente,  por dilucidar el trasfondo económico que dispara la manifestación social en los distintos escenarios.

Sin embargo, el elemento que desde el fondo emerge, violenta y diversamente, es, no de naturaleza político - ideológica, en un sentido estrictamente económico, sino relacional.

Nuestras sociedades no estallan, como consecuencia directa de la implementación de políticas económicas de ajuste, de corte más o menos liberal. No se trata de los aumentos en transporte, ni del precio del combustible, ni del valor monetario de la canasta familiar. El problema tampoco son el fraude electoral y otros tipos de corrupción a las que nos toca asistir como habitantes de estas latitudes. No. Éstas son, simplemente, manifestaciones morfológicamente semejantes aunque distintas, de un fondo invariable, y, necesariamente teñido de poder estatal.

Esto se debe a que la esencia del qué (estallido social) obedece al quién (el estado) y no al cómo (política económica). Lo que equivale a decir que, nuestras sociedades estallan, como consecuencia de una violencia imperceptible y sutil, que, opera de manera perversa y letal, independientemente de la política económica implementada. Se trata de una violencia catalogada como violencia política, dada la naturaleza de su origen y es “aquella violencia perpetrada por quienes tienen la responsabilidad social y legal de cuidar a los ciudadanos, de mantener el orden en su mundo, de preservar la estabilidad y predictibilidad de sus vidas. El estado. A través de sus agentes, tales como la policía y las fuerzas armadas”.

Este tipo de  violencia, ha conducido a  la transformación del estado, de fuente de protección en fuente de terror; dicha transformación “produce efectos mucho más devastadores por cuanto se convierte en modelo autorizado, además de resultar condición necesaria para el desarrollo permanente de la corrupción”.

Las calles gritan sacudidas por el hartazgo, la impotencia, el desamparo, la tristeza y la bronca, que genera ésta realidad, y no otra, en el contexto de gobiernos democráticos.

Los acuerdos transitorios para recuperar la armonía social son efectivos sólo en el corto plazo. Para prevenir y resolver de manera definitiva el problema, es menester revertir las condiciones que propician el ejercicio de la violencia política por parte de funcionarios de estado y construir, desde allí, un nuevo modelo autorizado, más sano, más justo y profundamente republicano.


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