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4 de febrero de 2020 | Opinión

El crimen de Gesell

El asesinato de Fernando, entre las leyes de Núremberg y la legislación populista

Esta semana el mundo conmemoraba a las víctimas de la Shoá, 6 millones de judíos (a los que se suman millares más, pertenecientes a otras etnias) que padecieron el terror impuesto por el régimen nacional socialista alemán.

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por:
Constanza Moragues Santos

Del mismo modo en que hoy asistimos a la legalidad de la inmoralidad y del sinsentido; de falacias varias vueltas norma en demasiados aspectos de nuestra vida cotidiana (un nuevo lenguaje inclusivo aplicado por decreto a todos los comunicados oficiales del gobierno de la provincia de Buenos Aires, para citar un ejemplo) también durante el nazismo, el partido que -democráticamente electo- ejercía el gobierno, había logrado la legalidad del plan de exterminio contra el pueblo judío.

La irracionalidad del mismo era justificada en la defensa de la superioridad racial aria, que, independientemente del sentido que se le atribuyera (campañas publicitarias de manipulación mediante) impulsaba todo tipo de acciones tendientes a mantener su pureza.  Aun cuando en ello se pusiera en riesgo la vida de terceros o se buscara, incluso, provocar su muerte.

Como si una segunda categoría de hombres no humanos sólo tuviera derecho a ser, a existir y a vivir, en función de la opinión de alguien más, que, al mismo tiempo, se autoatribuía dotes de esa supuesta superioridad.

De aquellos años a hoy siguen vigentes muchas similitudes entre lo explícito en las leyes de Núremberg y lo tácito en la legislación característica de los denominados populismos del siglo XXI, en especial en el caso particular de Argentina.

La primera es, la ausencia de estado de derecho.

Si bien es cierto que la apariencia de legalidad puede ser emulada en contextos donde aún asistimos a la celebración de elecciones libres, división de poderes, etcétera, lo cierto es que, si uno pone la mirada en el fondo y no en la forma, es incompatible con un sistema republicano de gobierno. El reemplazo del estado de derecho por un estado de privilegio establece la misma asimetría entre ciudadanos de distinto rango que las leyes de superioridad racial; implica que existe alguna característica o virtud, más allá de la propia humanidad, que nos convierte en sujetos de pleno derecho.

Esta sustitución es síntoma de un mecanismo anterior, a partir del que se establece a nivel social, una asimetría entre distintas categorías de humanidad, que, impulsada desde las jerarquías más altas del poder público y en abuso de la autoridad delegada por la ciudadanía en carácter de representatividad, se adjudica, no ya la responsabilidad de garantizar el disfrute pleno de los derechos humanos fundamentales a todos los habitantes del suelo argentino (vida, propiedad y libertad) sino algo anterior: su otorgamiento; separando a determinados individuos de éstos principios inherentes  y constitutivos del ser, de su legítimo goce, de manera totalmente arbitraria.

El estado como fuente de terror: ¿Qué pasa cuando desde el gobierno se sistematiza y legitima la violación permanente de nuestros derechos humanos?

¿Cómo lo hace?

1- El estado inicia este plan de deshumanización violando el principio de constitucionalidad supremo: la igualdad ante la ley. De manera soslayada y encubierta, y, con la complicidad de medios de comunicación y líderes de opinión afines a sus planes, los gobernantes populistas inician un proceso de re-semantización. Consiste en que se pervierta el sentido común tergiversando los hechos de la realidad objetiva, para reemplazarlos por percepciones, juicios de valor y opiniones que van conformando un relato. Una discursividad propia: “Miente, miente, miente que algo quedará”. Con símbolos y premisas que vienen a justificar y persuadir a la población menos despierta, de la necesidad de fomentar y sostener distintas categorías de humanos. Por ejemplo, la élite gobernante y el pueblo. En otras palabras, “la patria es el otro” (¿qué patria? ¿qué otro?).

Al igual que durante el régimen nazi, la división es diseñada de manera tal, que implique alguna especie de vergüenza o culpa. Dado que el individuo es interpelado en lo más hondo de su conciencia moral, se le presenta al sujeto un dilema del que, dependiendo la opción que él elija (elección condicionada por dicho prejuicio moral sin base en fundamentos lógicos), será condenado o excluido bajo la categoría de “enemigo” o se le otorgará la pertenencia a determinado grupo. No importa mucho de qué o de quién. Por otro lado, el enemigo es enemigo al fin. Del régimen, de la libertad, de los pobres, de las mujeres, de la raza. Las opciones son de lo más variadas. Y a nadie le interesa ocupar ese sitio…

Y, ¿de qué manera el estado viola éstos principios?

Si el objetivo de las leyes de Núremberg era deshumanizar (despojar de dignidad) para lograr la tan deseada “solución final”, en los populismos del siglo XXI, el objetivo sigue siendo el mismo, solamente que se ha reemplazado la idea de “solución final” por “igualdad”.

2- Una igualdad ficticia, creada para empobrecer y embrutecer. Contraria a la que debiera ser para derivar en una sociedad más justa (la única igualdad que el estado debiera procurar es ante la ley). En ambos casos, el resultado, en el fondo, es exactamente el mismo: la muerte. Física, económica, social, o moral. Al fin y al cabo se trata de un mismo proceso con distinto nombre. Basta con despojar al hombre de su dignidad, para rebajarlo a la categoría de las fieras.

Una vez vuelto parte del reino animal, la depredación, aparecerá como forma privilegiada de intercambio y la supervivencia, como única meta a alcanzar. Claro, en ésta variante posmoderna de totalitarismo, el exterminio viene en distinta forma: aberrantes violaciones a diario, magnicidios, parricidios, crímenes espeluznantes que escenifican la decadencia moral en que vivimos, sin necesidad de aislar en guetos o campos de concentración a ningún ser humano (hay que mantener la falacia de ser todos somos iguales, ¿o no?). El aislamiento lo constituye, casi imperceptiblemente, el grado de privilegio del que se disponga.

3- La prohibición del ejercicio libre de ciertas profesiones como la abogacía y el periodismo (violación del derecho a la vida, como consecuencia de no ser libre el hombre de proveer su propio sustento a través de su esfuerzo y trabajo); prohibición de adquirir propiedades y enajenación de los bienes muebles e inmuebles por parte del régimen nazi (violación del derecho a la propiedad), se extendieron luego al ejercicio del comercio y otros oficios, y terminaron por revocar a los judíos su estatus de ciudadanos alemanes, lo que derivó en la imposibilidad legal de reclamar ante las autoridades de prácticamente, todo país de Europa, por la violación de éstos derechos. Y, aún por la violación del derecho a la libertad: se les prohibía además circular de una ciudad a otra, y viajar en transporte público. El estado populista viola de igual manera éstos derechos, bajo la fachada falaz de estar defendiéndolos. Lo grave es que en esa manipulación abierta y violenta de “los derechos del pueblo”, se adjudica a sí mismo el rol de otorgador, interponiéndose entre el hombre y su humanidad, es decir, despojándolo de su esencia.

4- Es allí, en la destrucción del carácter inmanente del ser humano, donde dicha intervención conduce al establecimiento de una interacción del tipo amo-esclavo. El estado, ejerciendo como amo, dueño y señor, una potestad sobre sus siervos (ahora carentes de dignidad, que sólo podrán alcanzar, como en el medioevo, de la mano de su amo). Dicha relación entre sociedad y estado es incompatible con la vida en libertad, en una sociedad de hombres libres, es decir, democrática. Cada decreto de necesidad y urgencia, de emergencia sanitaria, de emergencia energética, o de emergencia alimentaria que el gobierno firma, reafirma ésta sentencia. Dado que se trata de medidas que nos alejan cada vez más de nuestra libertad de ser por el mero hecho de existir y poseer de manera innata la capacidad de ejercer nuestros derechos sin la mediación de ninguna otra entidad.

El asesinato de Fernando Sosa se suma a la lista de muertos propia de un país donde la Justicia ha perdido su lugar y sus hombres han delegado su capacidad de razonar, pensar y vivir en libertad. Donde la misma impunidad impuesta desde arriba (el padre de las leyes de la Impunidad en Argentina se llama Carlos Saúl Menem, y no sólo no fue condenado por decisión tal, sino que ocupa una banca en el Congreso Nacional, avalada por partidarios propios y ajenos, y legitimada por una sociedad civil cómplice de tan magna inmoralidad) hace espejo desde abajo.

Los privilegios de pertenecer al grupo, sea éste definido por la cercanía de contactos en el poder político, por una posición económica desahogada o por el motivo que fuere, el mensaje es alto y claro: no existe la igualdad ante la ley, lo que se traduce en que no todas las vidas tienen el mismo valor.

La impotencia se traduce en infinitos reclamos, cortes de ruta y marchas. Solicitudes colectivas a instancias de poder intencionalmente despersonalizadas.

Ni a Fernando lo mató el rugby, ni a nuestras mujeres y niñas las mata el patriarcado. Los asesinos de Sosa, de Rawson, de Micaela García, de Anahí, y de todos nuestros muertos hasta llegar a María Soledad Morales, tienen nombre y apellido. No es la cultura -amorfa, intangible y masiva-, que nos mata. Son los hombres. Las mujeres. Madres. Padres. Profesores. Mecánicos. Porteros. Profesionales. Empresarios. Funcionarios. Educados y sin alfabetizar, ricos y pobres, pedófilos, ilustrados: sujetos individuales. Individualmente responsables por todos y cada uno de sus actos.

De igual manera nuestros funcionarios inmorales y corruptos, son identificables. Antes de integrar el colectivo inanimado de “el estado”, “la Justicia”, “el Congreso”, “las fuerzas de seguridad”, son seres individuales, cuyo comportamiento debiera ser sancionable por la naturaleza que encarna: un acto individual.

Únicamente entendiendo ésto seremos capaces de trascender la ausencia de democracia en la que actualmente vivimos. Para que se genere un cambio colectivo, es necesaria la toma de conciencia individual.

 A diferencia de Alemania, Argentina todavía no está en condiciones de dar ese paso. ¿Cuánta sangre más, tendrá que correr?


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