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26 de abril de 2020 | Cultura

Historia de una poesía

Borges y Elvira de Alvear

De todos los poemas amorosos de Jorge Luis Borges, es probable que ninguno conmueva tanto, llegue en tal medida al mismo centro de nuestro corazón, como “Elvira de Alvear”.

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por:
Juan Basterra

La primera razón de la conmoción es de orden estético: probablemente pocos escritores comprendieron tan bien como Borges el valor de la alusión amorosa, y seguramente ninguno (si exceptuamos a Pessoa), extrajo del pudor aquello que ninguna proclama estilística puede desmentir: el hecho indubitable de que el amor es una experiencia interna y de que son vanos los afanes por convertirlo en un pregón de multitudes. No de otra manera puede entenderse el tratamiento velado que se da en el poema a la musa invocada, el respeto distante que solamente rendimos a los seres que jamás serán nuestros.

La segunda de las razones es de naturaleza histórica. Elvira de Alvear, muerta a los cincuenta y dos años, y alienada mental durante los últimos decenios de su vida, es la representante de una clase social, y de una manera de percibir e interpretar el mundo -que al igual que su trágico destino- se ven condenados a perecer en la multiplicidad de un universo cambiante que abandona las nociones de perennidad y trascendencia y la importancia de aquella sentencia incluida en el “Timeo” de Platón: “… solo importa aquello que es, existe siempre y no deviene jamás”. Tiene, como las ruinas romanas pintadas por los representantes de la escuela clasicista francesa, el sabor de las cosas ya para siempre perdidas y que, sin embargo, por eso mismo, nos siguen encantando a la distancia. 

La tercera y última de las razones es de índole personal y está relacionada al destino de la mujer amada por Borges: Elvira, en quien algunos exégetas han columbrado la sombra de la Beatriz Viterbo del cuento “El Aleph”, deambula, en el ocaso de su vida, por las estrechas habitaciones de un pequeño departamento en el barrio de San Telmo. Muy lejos han quedado su antiguo palacete parisino (en el que Neruda paseaba su juventud de trasandino irreverente bajo la mirada divertida de Alejo Carpentier) y una servidumbre al uso versallesco, abolidos por una ruina estrepitosa que solo dejó en pie el tremendo prestigio de un nombre y una situación mundana en las fronteras de la leyenda. Una campana de plata acompaña a Elvira en sus reclamos solitarios a los fantasmales sirvientes; de la antigua belleza solo quedan vestigios; cultiva crisantemos en los pocos jarrones sobrevivientes al descabalado de las fregatrices y toma té de ceilán servido por las manos de sus pocos invitados. Al igual que las damas envejecidas que en el enorme ciclo proustiano recorren los senderos perdidos de su propia juventud, garabatea una novela inconclusa que al comienzo es un conjunto de trazos apenas legibles, y al final, puras formas desdibujadas. Borges acompaña pacientemente cada uno de estos gestos náufragos. Al fin y al cabo, él también está solo, aislado en la “terca neblina luminosa” de su ceguera progresiva. 

Borges guardó un piadoso silencio sobre los postreros días de su querida amiga. Conservó durante algunos años el hábito melancólico de llevarle rosas al imponente panteón familiar en la Recoleta, monumento funerario de una deslavada belleza. No conocemos nada de su último encuentro. Acaso no sería improcedente, y probablemente sería lícito imaginarlo: es una tarde desapacible de octubre;  cae una lluvia de adioses sobre las siemprevivas del pequeño jardín interior del departamento de San Telmo. Un gorrión gana la oquedad de una cornisa. Elvira de Alvear, ruina desvanecida de lo que alguna vez fuera, recoge el pelo que le nubla la frente, mira los ojos sin luz de su amigo y en un gesto de tímida adolescencia -mientras desde el interior de su dormitorio llegan los acordes apagados de una sinfonía de Brahms-, esboza la última sonrisa para su poeta.

“Elvira de Alvear”, de Jorge Luis Borges

Todas las cosas tuvo y lentamente 
Todas la abandonaron, La hemos visto 
Armada de belleza. La mañana 
Y el arduo mediodía le mostraron, 
Desde su cumbre, los hermosos reinos 
De la tierra. La tarde fue borrándolos. 
El favor de los astros (la infinita 
Y ubicua red de causas) le había dado 
La fortuna, que anula las distancias 
Como el tapiz del árabe, y confunde 
Deseo y posesión, y el don del verso, 
Que transforma las penas verdaderas 
En una música, un rumor y un símbolo, 
Y el fervor, y en la sangre la batalla 
De Ituzaingó y el peso de laureles, 
Y el goce de perderse en el errante 
Río del tiempo (río y laberinto) 
Y en los lentos colores de las tardes. 
Todas las cosas la dejaron, menos 
Una. La generosa cortesía 
La acompañó hasta el fin de su jornada, 
Más allá del delirio y del eclipse, 
De un modo casi angélico. De Elvira 
Lo primero que vi, hace tantos años, 
Fue la sonrisa y es también lo último. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Jorge Luis Borges, Elvira de Alvear

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