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16 de mayo de 2020 | Literatura

El caudillo fraile

Yo, Aldao (capítulos III y IV)

El cuerpo de Aldao fue sepultado debajo de una de las losas laterales de la nave principal del templo. Se desechó el cajón de roble, y en el fondo del hexaedro de tres metros de profundidad, dos de largo y uno de ancho, se depositó el cuerpo envuelto en tela de bramante dorado.

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por:
Juan Basterra

El entierro había sido precedido por un cortejo a gran escala, que partiendo de la misma iglesia donde se había velado al muerto, recorrió gran parte de las manzanas centrales de la ciudad. La carroza fúnebre, de estilo Grand Doumond, lucía cadalso de cuatro columnas con capiteles, techo con figuraciones manieristas y apliques de bronce en cada una de las cuatro ruedas. Dos postillones conducían el tiro de seis moros de profusa crin y grupa poderosa. Un destacamento de granaderos a caballo abría el cortejo, que incluía a oradores de la Orden de Santo Domingo, promesistas confesos, monjas carmelitas y franciscanos de la ciudad de San Juan. Detrás de estas formaciones de carácter cerrado desfilaban las autoridades civiles, los familiares del muerto y el pueblo llano.

El cielo estaba encapotado, y hacia occidente, los nubarrones desgarrados dotaban a todo el grupo de un conjunto de contrastes semejante al que se observa en las telas de algunos maestros flamencos del siglo XV.

El estrépito del órgano de tres teclados y trompeterías horizontales todavía se escuchaba a cuarenta metros, en la progresión del cortejo, y desde las ventanas de muchas de las casas de una planta, los crespones de duelo asordinaban las voces de los religiosos en el rezo crepuscular de aquel 20 de enero de despedidas y recomienzos. Al regreso del recorrido, el cajón fue liberado de su carga. Se rezaron el Padre Nuestro y cuatro novenas mientras el incensario con figuras bíblicas esculpidas en el bronce saturaba el ambiente de las naves del templo. El canto de un gavilán solitario, en la rama de un álamo plateado, en la alameda externa, capituló el homenaje brindado al muerto.

Capítulo IV

La conversación durante la cena que acompañó el funeral de Aldao había sido uno de los tantos momentos sociales en los que las partes de los campos civil y religioso, después de una escaramuza de pocas decenas de tiros, habían llegado a un amistoso armisticio hecho de besamanos, sonrisas corteses y guiños de connivencia.

Aldao era un nombre molesto para la sociedad mendocina, y esto, por dos razones concurrentes y sucesivas. La primera de ellas era la apostasía a la que hiciera referencia vicario prior Salinas; la segunda, la extrema crueldad puesta de manifiesto en numerosas ocasiones por el caudillo -crueldad que alternaba con etapas de dudosa calma y en las que los mismos enemigos de Aldao pensaban en una remisión de su conducta y en la inminencia de momentos de tranquilidad personal y ciudadana-. Esta crueldad tenía, como puede suponerse, actores secundarios y necesarios. Muchos de esos actores eran personas correctas, conocidas de todos y de rostro afable, y era ahí donde comenzaba la niebla.

Sobre la crueldad de Aldao se citaban infinidad de episodios, que participaban, como tantas otras cosas, de lo real y lo imaginado. La realidad había precedido a la leyenda con hechos del todo comprobados y pocas veces desmentidos por el caudillo; la leyenda difuminaba las certezas de lo real y dotaba a todas las acciones acaecidas de un halo de fantasmagoría e incertidumbre. En una ocasión, Salinas se había referido a esto al expresar a sus edecanes:

- No podremos saber nunca el alcance de la crueldad de Aldao. Es algo que, por su naturaleza, solo puede medir Dios, Nuestro Señor, y las víctimas pasadas o presentes de los crímenes. Y no en todos los casos. Hace apenas unos días conversaba con Eligio Ibarras, un hombre bueno y culto que fue torturado por los hombres de Aldao después de la batalla de Oncativo. Todavía conserva las cicatrices que los puñales recalentados grabaron en sus brazos, pero a mi pregunta de lo que recordaba del episodio, contestó con tranquilidad: “Bien poco, para serle sincero. Recuerdo sí, la mirada de Aldao sobre mis brazos al recibir ese martirio, pero pocas cosas más. Usted sabe, el paso de los años hace que las impresiones sean cada vez más delgadas en nuestro recuerdo. En un tiempo probablemente olvide hasta la cara de Aldao y las cicatrices de mis brazos sean apenas un recuerdo amargo de mis años jóvenes”.

- No estoy de acuerdo con eso, excelencia -contestó el edecán De Tomassi a las palabras de Salinas-. Ibarras puede olvidar su tortura, pero no creo que lo mismo acontezca con los deudos de los muertos de Aldao. Pensemos: esa gente tuvo y tiene que vivir años en ausencia de esos seres amados. No hay tiempo que atempere esos sufrimientos ni olvido que suavice esas muertes.

- Usted cree que no escucho a los deudos -replicó Salinas con gesto adusto a De Tomassi-. Claro que los escucho, y les respondo en el sacramento de la confesión. No es eso lo que quiero decir. De lo que estoy seguro es de que el tiempo, como en el caso de ese señor, Eligio Ibarras, obra como el perdón de Dios. La diferencia es que los hechos de Aldao permanecen en la memoria de Dios, pero difícilmente en la de cada una de sus ovejas. Y si perdurara el odio en algunas de esas ovejas, nuestra función es brindar los medios para el arrepentimiento y el perdón. En esto radica el ministerio de nuestra palabra y de nuestros actos: perdonar sí, pero que la contrición sea el paso previo al perdón. Y el debilitamiento del recuerdo es un buen coadyuvante para la contrición. No estoy seguro de que Aldao haya entrado en gracia de ese estado. Era un hombre ladino y taimado.

- A propósito de eso de que hablan -intervino el edecán Muniagurria, un vasco de San Esteban-. Hace algunos años tomé en confesión a un hombre conocido de esta ciudad cuyo padre había muerto a manos de la guardia de Aldao. Fue allá por octubre del 29, si mal no recuerdo, poco tiempo después de la batalla del Pilar. El hombre contaba que Aldao no le había puesto una mano encima a los otros miembros de la familia, a pesar de que habían encontrado a unos conspiradores unitarios en el altillo de la casa. Antes de salir, Aldao había saludado con gran delicadeza a la esposa del dueño de casa, agregando: “Lo siento mucho, señora, sé que su marido es un buen hombre, pero la patria no admite traidores”.

- Sí, conocemos muchos de los actos de impiedad de Aldao -dijo Salinas-. Algunos son tan atroces que cuesta darles crédito. De todas maneras, eso que dije hace un momento en relación al paso del tiempo que todo lo borra, está confirmado por las buenas opiniones de muchos de sus viejos enemigos. Tendrán que pasar muchos años, decenas tal vez, para que podamos rendirle una justicia que le sea lo más plena posible.

La conversación continuó un tiempo más en tono distendido. Antes de despedirse de sus edecanes, Salinas agregó:

- No dejen de recomendarme de dar tratamiento a la beatificación de Aldao en nuestra próxima reunión. Sería un acto de buen ver para nuestra parroquia y toda Mendoza. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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