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23 de mayo de 2020 | Literatura

Yo, Aldao (capítulos V y VI)

La apostasía mencionada por el vicario prior Salinas durante la cena en la casa capitular se había consumado el 4 de febrero de 1817, entre los fragores del combate de Guardia Vieja.

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por:
Juan Basterra

Aldao cumplía misión de capellán en uno de los batallones del Regimiento 11 de Cazadores, que oficiaba como vanguardia de la división que comandaba el general Gregorio de las Heras. Aquella madrugada, entre las neblinas del camino de Uspallata, Aldao había recibido en confesión a cuatro soldados y dos cabos. Uno de los soldados era un pardo de la región de San Rafael y había pedido al fraile:

- Padre, no me deje morir en estas montañas. Interceda por mí ante Dios. Tengo un niño recién nacido al que apenas conozco. Quiero volver a verlo.

- No temas -respondió Aldao mientras imponía la señal de la cruz en el rostro del soldado-. Yo te daré la fuerza que te falta.

Del cofre cargado por una de las mulas había sacado un sayo nuevo unas horas antes del combate. El hábito era de túnica y esclavina blancas, rosario de quince misterios al cinto y capa negra. Del cinto también colgaba el sable. El escapulario de plata se afirmaba sobre la osatura imponente del fraile. Aldao caminó hacia el campamento. En uno de los vivacs de la guardia calentó la vieja taza de estaño que lo acompañaba desde su niñez más remota. El viento descendente de los picos sacudía con furia el hábito; debajo de las botas de cuero de toro, innumerables hilillos de agua iban a unirse a otros, innumerables también, que acreciendo el caudal, iban a abismarse mucho más abajo en el río Juncal, surcado por el vuelo intermitente y desordenado de las rapaces nocturnas. “Estos realistas aprenderán dentro de poco el valor de mi alma”, pensó después de un breve sueño sobresaltado por pesadillas. “Dios -agregó-, no permitas que mi brazo se rinda”.

Dos horas después, el infierno ganó los caminos de Guardia Vieja. El ruido atronador de los  dos  cañones de la artillería del Regimiento de Cazadores dilaceraba la quietud de aquel lugar de altura, en el que silencio de los días habituales solo era interrumpido por el silbido y el canto de los arrieros chilenos, hombres que desde muy lejos, de la región de Tampa, inclusive, conducían su hacienda de ganado guampudo y menesteroso hasta los dominios más occidentales del rey de España.

El sol descendente de aquel 4 de febrero, igualaba, en su sempiterna tiranía, los destinos encontrados de más doscientas almas, seres que al no poder ver en los otros una misma esencia escondida en diferentes encarnaciones, buscaban la muerte del contrario en todas sus singularidades. La caballería de los granaderos irrumpía en el largo camino que conduce al fuerte con la embestida de una bestia dotada de treinta cabezas, sesenta brazos y sesenta piernas y los alaridos desarmónicos de hombres de la más distinta procedencia, que en un aquelarre sulfuroso, buscaban la herida que lacera, amputa y mata en el español ultramarino.

Aldao era uno de los granaderos. Con el sable, del que desconocía la más elemental de las reglas, con el sayo rasgado hasta las botas, con el relicario transpirado debajo del sayo y con un espíritu hecho a la abstinencia, la mortificación y el cilicio, arremetía desde la altura de su bayo sobre la infantería enemiga en un desorden de golpes, fulguraciones y sonidos sordos y metálicos que altisonaban el diapasón declinante de la tarde. Las almenas rudimentarias improvisadas en el adobe, y el foso perimetral del fuerte, fueron las plateas ensangrentadas del triunfo independentista.

Aldao contribuyó con algunos heridos y dos prisioneros: un estandarte de veintiocho años de la provincia de Ciudad Real y un infante madrileño de edad desconocida, en el que sobrevivía una estampa de la Virgen de Albacete en el bolsillo derecho de su casaca de guerra. El sayo ensangrentado del fraile era el sudario rojizo del acto de apostasía. Sobre las primeras arrugas de la frente y a pocos centímetros del cerquillo que circunvalaba la tonsura, las manchas del barro desprendido por la cabalgadura eran el símbolo visible de la renuncia; el recordatorio transitorio e indeleble de los crímenes del fraile; el abandono definitivo de un reino destinado a los justos.

Mucho después de pasada la medianoche, y después de haber recibido la amonestación rigurosa y desengañada del general Las Heras, Aldao lavó sus ropas y las botas en las aguas descendentes de la montaña; en el cielo encapotado de la cordillera, un cóndor andino recortaba su silueta en los cúmulos fugitivos del verano.

Capítulo VI

Los desacuerdos de Aldao con las observancias de la fe católica habían comenzado antes, mucho antes, de la estela sangrante en las alturas de los Andes. Los pruritos de conciencia se habían manifestado pronto, en la forma de un embrión silencioso y amorfo que impedía el sueño nocturno y el descanso del ánimo.

Las noches, con la concentración de las impresiones y la exaltación del deseo, eran un desierto inabarcable al que la imaginación de Aldao no podía poner nunca término; desierto sin término y sin tasa en el que los espejismos reverberaban monótonos, transustanciando el valor de las Escrituras en la carnalidad más apremiante e imperativa. La reflexión constante y sostenida, sumada a la disciplina más estricta, daban nacimiento a un efecto opuesto al sosiego tantas veces buscado.

La juventud de Aldao era, además, un auxiliar desgraciado de la sensualidad del joven religioso: educado desde niño en la apreciación y el deguste que brindan los objetos y fenómenos de la naturaleza, la observancia del ayuno, el encierro y la castidad absoluta le parecían otras tantas trampas puestas por el demonio para castigarlo por una falta de la que no tenía conciencia, y que por lo tanto, solo podía responder al pecado original.

Aldao había sido ordenado sacerdote el mediodía del 2 de agosto de 1806 en el convento chileno de la Recoleta Dominica. Para entonces, la vida religiosa era soportada con estoicismo y algo de rencor: el destino militar de sus hermanos Francisco y José -siguiendo en esto los deseos expresados por su padre José-, le parecía una herida sangrante infligida a su orgullo y una injusticia que ningún destino glorioso podría nunca saldar. Las conversaciones de carácter personal que muchas veces mantenía con sus hermanos de orden o con el prior del convento, acentuaban mucho más esa divergencia entre el azar y el destino, convenciéndolo sobradamente de la primacía del primero sobre el segundo.

- No hay destino en el camino en el que estoy -había expresado en una ocasión a otro sacerdote de su misma edad-. El azar me repartió esta carta, y es la única que conozco. De Dios extraeré la fuerza que tantas veces me abandona. Ese es mi consuelo, y ese es mi mandato.

- El destino es el azar gobernado por nuestro ánimo -había respondido a la misma cuestión el prior Castaneda, superior de Aldao en el convento de la Recoleta Dominica-. Nosotros mostramos la primera pieza de la baraja, y es a nosotros a quien corresponde el gobierno del juego. Piense, Aldao -siguió Castaneda, con una sonrisa en los labios-, que muy pocos de nosotros elegimos este camino por una vocación innata. La mayoría, como usted, como yo mismo, para que voy a mentirle, fuimos empujados a esto,  a la fuerza o por persuasión. Mi caso, pongo por ejemplo, es de estos últimos. Mi padre fue un arriero pobre que no quiso entregar a sus hijos al mismo destino que el suyo. Mi hermano mayor es oficial del Ejército de España, y mi única hermana, interna en el convento de las carmelas. A todas luces fue una buena acción: nos permitió un entendimiento amplio del mundo, que en un ámbito acotado y pobre como el de mi padre, era imposible de adquirir, y le aseguro, también de imaginar. Y se lo digo con toda sinceridad: fui arriero hasta los diecinueve años, antes de comenzar el noviciado.

- Mi caso fue diferente -contestó Aldao-. Mi padre era militar. Estuvo a cargo de la comandancia de San Carlos para proteger las fronteras sureñas de Mendoza del ataque de los indios. En esas soledades vivimos más de cuatro años. Tengo siete hermanos, y en la familia, siempre se hablaba de armas y guerra. Aprendí a distinguir las pisadas del puma, el zorro colorado y el hurón. Pescábamos en el río Grande con sedal y flecha; cazábamos de noche montando la caballada a pelo. Para eso fui hecho, no para esta vida de retiro y penitencia.

- Es cuestión de tiempo, Aldao -dijo Castaneda-. Cuando entré a este claustro, pensé que moriría asfixiado entre el enchapado de roble y las imágenes votivas. No hay desventura a la que el hombre no se acostumbre. Además, y seamos sinceros entre nosotros, la vida espiritual tiene sus bondades: los mejores edredones, la mejor ropa de cama, buena mesa en la mayoría de los casos, sin contar con los vapores espirituosos de los mejores vinos de Chile y Cuyo. Cuando pase el tiempo, y yo no esté más para aconsejarlo -terminó diciendo Castaneda antes de despedir al joven religioso-, recuerde la conversación con este buen amigo, y sobre todo, tenga bien en cuenta que los bienes que la providencia nos regala, no son recibidos por todos, y que somos afortunados al estar de esta manera en la gracia de Dios. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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