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30 de mayo de 2020 | Historia

¿Genocidio?

La conquista del “desierto” argentino 

En los últimos años, corrientes progresistas e indigenistas han conseguido instalar, con llamativo éxito, la tesis que sostiene que la Campaña del Desierto organizada y comandada en 1879 por el entonces ministro de Guerra, coronel Julio Argentino Roca, habría constituido en realidad un “genocidio” o “etnicidio” perpetrado por el estado argentino.

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por:
Alberto Lettieri

Incluso se ha llegado a aplicar categorías extemporáneas tales como “crímenes de lesa humanidad” y similares. Sus promotores sostienen que la acción de las fuerzas regulares argentinas habría conculcado derechos legítimos de los indígenas sobre territorios ocupados por sus ancestros. En contraposición, la posición oficial del estado nacional ha sostenido que la Campaña Desierto significó una guerra legítima orientada a recuperar el control y hacer efectiva la soberanía argentina sobre territorios heredados del Imperio Español -tesis similar a la utilizada para sustentar nuestro justo reclamo sobre las Islas Malvinas, Sandwich y Georgias del Sur, y los territorios antárticos- y poner fin a las reiteradas matanzas, saqueos, secuestros y destrucciones materiales provocadas hasta entonces por los malones. 

En vista de que la discusión ha incrementado su protagonismo dentro de la agenda pública nacional en las últimas semanas, considero apropiado realizar un breve repaso histórico de la cuestión fronteriza, las características del conflicto, y las acciones desarrolladas por las partes en litigio. 

Desde prácticamente el inicio de la actividad de la Primera Junta de Gobierno, en 1810, la cuestión indígena cobró una relevancia vital, en la medida en que resultaba indispensable garantizar el control y el orden sobre las tierras de pastoreo y de labranza. Por esta razón, y afectado por  la grave situación económica y productiva que provocaban las guerras de independencia en la década de 1810, y las guerras civiles en la de 1820, el poder estatal diseñó una estrategia que combinaba las negociaciones y pactos, con la organización de campañas militares cuando las condiciones internas así lo permitían. Entre las primeras, pueden destacarse el Pacto de Miraflores (1820) con los indígenas pampeanos, que estableció la línea de fronteras al sur del Río Salado. Entre las segundas se apuntan las tres campañas comandadas por Martín Rodríguez entre 1820 y 1824, para repeler los frecuentes malones que causaban enormes daños tanto materiales como humanos. Estos malones eran verdaderas empresas comerciales que permitían que las tribus se apropiaran de ganado, que luego era vendido en el mercado trasandino, y de cautivos, por los que exigían altos montos para restituirlos a sus familias. La mayoría, sin embargo, terminaban afincándose contra su voluntad en las tribus: tal como nos relata José Hernández en el Martín Fierro, en tanto los niños sufrían procesos de aculturación, las mujeres debían tratar de obtener la protección de algún cacique o guerrero, convirtiéndose en su concubina, a riesgo de pasar a ser la concubina de la tribu en caso de no conseguirlo. 

La persistencia de estas operaciones de saqueo y destrucción motivaron nuevas y exitosas campañas del Desierto  en 1833 y 1834, organizadas por Juan Manuel de Rosas, que concluyeron con un saldo de alrededor de 3200  indígenas muertos, 1200  prisioneros y el rescate de más de 1000 cautivos. Rosas consiguió garantizar la paz y la expansión de la frontera hasta el Río Colorado, estableciendo un efectivo sistema de control, que combinó con la celebración de pactos con aquellas tribus “amigas” que expresaron su voluntad de mantener vínculos pacíficos con el estado provincial.

Sin embargo, tras la caída de Rosas, los conflictos políticos y militares que le sucedieron implicaron el descuido de la frontera con el indio, que se retrotrajo a los antiguos límites de 1820 -el Río Salado- y la multiplicación de los malones, cada vez más gravosos y destructivos. Más aún, varias tribus participaron como aliadas del estado de Buenos Aires –Cipriano Catriel- y de la Confederación –varias tribus ranqueles, el cacique Calfucurá y sus mapuches, quienes obtuvieron resonantes victorias sobre las fuerzas regulares porteñas-, en la guerra civil que se desarrolló entre 1852 y 1861. En 1863, el presidente Bartolomé Mitre subrayó que los malones eran “un mal que experimenta el país desde muchos años atrás, y a que fatalmente han dado pábulo nuestras continuas disensiones domésticas”. Y el diputado santafesino Nicasio Oroño agregó: “A tradición no nos recuerda que hayan tenido lugar invasiones tan repetidas, tan desastrosas”.

El inicio de la Guerra de la Triple Alianza, en 1864, implicó un nuevo abandono de la vigilancia de la frontera. Ese mismo año, una fuerza de 800 guerreros indígenas intentó apoderarse de Villa Mercedes (San Luis), sin lograr su cometido, aunque provocando graves daños, asesinatos y raptos de personas.  En 1868, 3 mil hombres a las órdenes del  cacique Epumer Rosas atacaron nuevamente San Luis, para luego asaltar la población de Villa La Paz (Mendoza), provocando destrozos materiales y apropiándose de numerosos cautivos. Operaciones de tales características se reiteraban de manera frecuente a ambos lados de la Cordillera de Los Andes, por lo que los estados argentino y chileno, una vez alcanzado cierto grado de consolidación, decidieron poner fin al flagelo: mientras del lado trasandino se decidió a hacer efectiva su soberanía sobre la Araucania, el Congreso Nacional Argentino sancionó la ley 125, que fijó la frontera sur en los Ríos Negro y Neuquén, disponiendo la implementación de una expedición militar para ocupar efectivamente esos dominios, la adquisición de vapores y la construcción de líneas de telégrafo, y el establecimiento de emplazamientos militares para garantizar el control. Asimismo se decidió garantizarle territorios a las tribus que se mostraran favorables al reconocimiento de la soberanía del estado nacional, y la expulsión de los reacios fuera de la nueva línea de fronteras.  

Durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) se lograron algunos avances significativos en la frontera del Río Quinto –sur de Córdoba y de San Luis-, y en la provincia de Buenos Aires, hasta la localidad de Tandil, levantándose numerosos fortines. Sin embargo, la reacción de las naciones indígenas no se hizo esperar. A principios de 1872 tuvo lugar la denominada “Invasión Grande” a la provincia de Buenos Aires, iniciada por el mapuche Calfucurá, con un ejército de 6 mil combatientes, que incluían alrededor de 1500 guerreros propios, más otros tantos a las órdenes del cacique Pincén, alrededor de 1000 indígenas neuquinos y otros 1000 procedentes de territorio chileno, liderados por el cacique Alvarito. Los ranqueles de Mariano Rosas decidieron sumarse a la ofensiva, aunque de manera autónoma. El ataque sobre las poblaciones de General Alvear, 25 de Mayo y 9 de Julio causó la muerte de alrededor de 300 criollos, otros 500 resultaron cautivos y fueron robadas 200 mil cabezas de ganado. El botín sería luego comercializado en el mercado trasandino por hacendados chilenos que se habían establecido sobre el Río Neuquén, y que utilizaban estos campos para engorde de la hacienda. 

Las situación había alcanzado un grado de gravedad inédito, no sólo por la magnitud de los daños causados, sino porque además no era secreto para nadie que detrás de la tolerancia y el apoyo que tales actividades delictivas recibían de las autoridades chilenas estaba latente la pretensión del estado vecino de expandirse sobre la Patagonia Argentina. 

Si bien Sarmiento trató de impulsar la modernización del equipamiento del Ejército Nacional, reemplazando los obsoletos fusiles y carabinas de chispa por fusiles Remington y revólveres, no se obtuvieron resultados inmediatos. Lejos de eso, el cacique Nahuel Namuncurá sorprendió a su sucesor en la presidencia, Nicolás Avellaneda (1874-1880), ofreciéndole la venta de cautivos a 40 pesos oro por cabeza, y exigiéndole “40 mil pesos oro, 4600 vacas, 6 mil yeguas, cien bueyes para trabajar, telas de seda, tabaco, vino, armas, cuatro uniformes de general, jabón, etcétera”, a cambio de desistir de organizar nuevos malones. 

Los ataques recrudecieron en 1875 con llamativa ferocidad. La cuestión indígena parecía no tener solución. El ministro de Guerra, Adolfo Alsina, presentó entonces un plan “contra el desierto para poblarlo y no contra los indios para destruirlos”, e inmediatamente se firmó un tratado de paz con el cacique Catriel,  expresión de la debilidad e indeterminación del estado nacional. Una vez más, sería en vano, ya que poco después el propio Catriel y el cacique Nahuel Namuncurá violaban el acuerdo, y a la cabeza de 5 mil combatientes asolaron Azul, Olavarría, Tandil y Tres Arroyos, con un balance de 300 mil cabezas de ganado, 500 cautivos y 200 colonos muertos. ​Estanislao Zeballos evaluó por entonces la magnitud de los daños: entre 1868 y 1874, más de 1000 colonos europeos habrían sido tomados cautivos y 1 millón de cabezas de ganado sustraídas. 

Obligado por las circunstancias, Alsina pasó a la acción. Así consiguió extender un tanto la frontera, y en 1876 dispuso cavar una extensísima trinchera de 3 metros de profundidad por 2 metros de ancho –denominada Zanja de Alsina-, para evitar el transporte del ganado robado por los malones. Asimismo se dispuso el tendido de una red de telégrafos para mantener la comunicación entre los fortines.

Sin embargo, los resultados fueron desoladores. Los malones seguían produciéndose, y las voces críticas que reclamaban una acción directa se multiplicaron. Entre ellas se destacaba, la del coronel Julio A. Roca, quien sería designado como ministro de Guerra en 1877, a la muerte de Alsina. “¡Qué disparate la zanja de Alsina! –sostenía-. Y Avellaneda lo deja hacer. Es lo que se le ocurre a un pueblo débil y en la infancia: atajar con murallas a sus enemigos. Así pensaron los chinos, y no se libraron de ser conquistados por un puñado de tártaros, insignificante, comparado con la población china… Si no se ocupa La Pampa, previa destrucción de los nidos de indios, es inútil toda precaución y plan para impedir las invasiones”.

Roca consideraba que sólo la guerra ofensiva, tal como la había emprendido en su momento Juan Manuel de Rosas, podría garantizar los resultados esperados, tanto en la protección de vidas humanas y bienes materiales, como en la consolidación de la soberanía efectiva del estado nacional argentino sobre los territorios patagónicos. Su propuesta, aprobada por una comisión de Notables compuesta por Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Álvaro Barros, Carlos Pellegrini y Olegario V. Andrade, apuntaba a establecer la “frontera del río Negro de Patagones como línea militar de defensa contra las invasiones de los indios bárbaros de La Pampa”. El 4 de octubre de 1878 se sancionó la Ley 947 que destinó 1.700.000 pesos para el cumplimiento efectivo de la ley sancionada en 1867,  que fijaba la frontera en los ríos Negro, Neuquén y Agrio.

La organización estratégica de la campaña incluyó la acción coordinada de cinco divisiones militares, y obtuvo un éxito fulminante. La expedición incluyó a funcionarios, periodistas, sacerdotes, médicos, naturalistas y un fotógrafo, una curiosa compañía para quien se habría dispuesto a concretar un genocidio, a juicio de sus actuales detractores. Es de destacar que varias tribus participaron como aliadas del Ejército Nacional, entre ellas los tehuelches septentrionales y cordilleranos, los tehuelches araucanizados y los boroganos.  

Los resultados obtenidos satisficieron ampliamente las expectativas. Los malones cesaron definitivamente, y con ello los robos, asesinatos, destrucciones y secuestros. El territorio se pacificó, y la soberanía del estado nacional sobre la zona sur de nuestro país quedó garantizada. De este modo, el proceso analizado podría caracterizarse como un largo conflicto por un territorio en disputa, que incluyó acciones ofensivas de ambos contendientes, hasta la consolidación definitiva de los derechos heredados por el estado nacional de la corona española. 

Los argumentos que sostienen, en cambio, que se trató de un “genocidio” o “etnicidio”, en general, se fundan casi exclusivamente en la lectura parcial de una fuente bastante confusa,  el Informe Oficial de la Comisión Científica que acompañó a Roca en la campaña. De allí destacan un párrafo: "Se trataba de conquistar un área de 15 mil leguas cuadradas ocupadas cuando menos por unas 15 mil almas, pues pasa de 14 mil el número de muertos y prisioneros que ha reportado la campaña”. Sin embargo, omiten consignar que las estimaciones más confiables subdividen esa cifra del siguiente modo: alrededor de 1000 muertos,  y 10.539  mujeres y niños y 2320 guerreros prisioneros. Mayor entidad parecen tener las voces que denuncian la implementación de estrategias de aculturación y de restricciones a su reproducción, alegando que unos 3 mil indígenas fueron enviados a Buenos Aires, para desempañarse generalmente como personal de servicio doméstico, y allí los habrían separado por sexo para evitar su reproducción. De este modo, el “genocidio” se convierte en una supresión de la identidad a través de procesos de aculturación. 

Sugestivamente las posiciones indigenistas omiten toda referencia al párrafo inicial del citado informe: "El año 1879 tendrá en los anales de la República Argentina una importancia mucho más considerable que la que le han atribuido los contemporáneos. (…) Ese acontecimiento es la supresión de los indios ladrones que ocupaban el sur de nuestro territorio y asolaban sus distritos fronterizos”, y también al siguiente: "Y eran tan eficaces los nuevos principios de guerra fronteriza que habían dictado estas medidas, que hemos asistido a un espectáculo inesperado. Esas maniobras preliminares, que no eran sino la preparación de la campaña, fueron en el acto decisivas. Quebraron el poder de los indios de un modo tan completo, que la expedición al Río Negro se encontró casi hecha antes de ser principiada. No hubo una sola de esas columnas de exploración que no volviese con una tribu entera prisionera (…)”. En carta a su hermano Ataliva del 22 de junio de 1879, Julio Roca coincidía con esa apreciación: “¡La nueva línea de frontera queda pues definitivamente establecida sin que nos haya costado más sacrificio que comer carne de yegua! Si no hubiera sido el pequeño contratiempo de los proveedores, esta campaña hubiera tenido los aires de un paseo como lo he pensado siempre”. 

Queda, como tarea pendiente, que la tesis indigenistas desarrollen sus conceptualizaciones sobre los malones, sus consecuencias y sus víctimas. También sobre la asociación estratégica entre los mapuches y el estado chileno, y su instrumentalidad para sostener sus reclamos sobre el terriotorio patagónico. 

Muchas veces las cosas no son como se las presenta, y las disputas sobre la legitimidad de derechos admiten diversidad de visiones. Para el estado nacional argentino resultaría muy riesgoso modificar su posición fundada en los derechos heredados y poner en riesgo su soberanía sobre los territorios patagónicos o la cuestión austral. Y eso no es una cuestión aleatoria. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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