
Provincia
Aldao había llegado a Santiago de Chile después de haber protagonizado una serie de escándalos en Mendoza, y meses antes de ser ordenado sacerdote en el convento de la Recoleta Dominica.
Las constantes rebeldías del joven religioso, su impetuosidad violenta y sistemática y el olvido de toda norma o ley, obligaron a su superior, el vicario prior del convento, fray Ramón Pérez, a ordenar el traslado inmediato de Aldao hacia las vertientes occidentales de los Andes. En Santiago no fueron demasiado diferentes las cosas, pero la redacción de la tesis doctoral, la distancia de su tierra natal y un régimen mucho más severo y cerrado que el conocido en Mendoza, calmaron por un tiempo los impulsos ingobernables del joven religioso. Las objeciones de conciencia, sin embargo, eran permanentes, y Aldao, en el que convivían los furores más sanguíneos y las reflexiones más profundas, se sentía tan martirizado por fuerzas tan opuestas, que en algunos momentos de desasosiego y enojo pensaba seriamente en el suicidio.
Poco tiempo después del carnaval en el que conoció a Concepción Cernadas, fue llamado de urgencia a Mendoza por la enfermedad de una de sus hermanas más pequeñas y el destino cada vez más incierto de los bienes familiares. El nuevo contacto con su tierra, la bonhomía de los rostros sonrientes de sus paisanos y el afecto viril pero complaciente de sus hermanos José y Francisco, lo hicieron pensar en un reverdecimiento de su vocación religiosa. Oficiaba misas en tres iglesias de la parroquia y visitaba a los enfermos del hospital del Sagrado Corazón. Las otras obligaciones sociales tenían un carácter más frívolo, y Aldao, que degustaba como casi nadie los placeres de la carne, comenzaba a pensar seriamente que las divergencias que habían gobernado el tránsito de casi todos sus días, comenzaban a ser un recuerdo cada vez más borroso e impreciso. A poco de llegado a Mendoza comenzó a visitar las casas de las familias pudientes de la ciudad, y era en esos lugares en los que desplegaba todo la extensión de su ingenio y la procacidad de sus intenciones. En una ocasión, una dama entrada en años y de aspecto majestuoso le preguntó de dónde sacaba fuerzas para cumplir con tantas obligaciones. Aldao contestó:
- Tengo un pacto con el diablo -para corregir inmediatamente-: por supuesto, usted debe tomar esto como una broma de mal gusto, pero no debe olvidar que todos los misterios del espíritu son complementarios.
La dama, atraída por la verba elegante de Aldao y su encanto irresistible, dijo:
- El último viernes de cada mes recibo a mis conocidos en mi casa de la calle de la Cañada. Me gustaría mucho poder contar con su presencia.
Aldao respondió:
- Será un verdadero placer. Estimo en grado sumo las conversaciones de buen tono, como son seguramente las que se producen en su tertulia, y las damas encantadoras de las que usted es una muestra perfecta.
La irrupción de Aldao en los salones de Mendoza estuvo precedida de una serie de prejuicios relacionados al carácter bélico de la familia del fraile y a la notoriedad producida por un conjunto de pequeños escándalos que Aldao había producido durante su etapa de seminarista, poco tiempo antes de su retiro obligado en Santiago de Chile. La conducta sosegada del fraile en los salones fue inclinando el juicio de la mayoría hacia una aceptación complaciente de los actos del religios y los pecados pasados quedaron como muestras de una juventud sobrepasada por las “locuras de la edad”, locuras en las que la mayoría de las personas veía un reflejo casi exacto de los actos pasados o presentes de su propia vida.
En el salón de Mercedes Ampuero, la dama que lo había invitado a la primera de las tertulias, el espíritu apasionado e ilustrado de Aldao había cautivado a todos. La voz sonora del fraile, su erudición siempre atenta a las predilecciones de los contertulios y el magnetismo de su figura alta y delgada, producían una impresión en todo sentido proporcional al tamaño de sus dones. En cierta ocasión, sin embargo, un cuñado de la dueña de casa al que la presencia de Aldao le era a todas luces molesta, le preguntó:
- Veo que disfruta mucho de este tipo de fiestas. Siempre pensé que el lugar de un cura es el templo, y que su ministerio en la tierra, la cercanía de los pobres.
Aldao respondió mientras acercaba su mano al cinto que sujetaba un facón:
- Mi lugar en la tierra es aquel en el que usted no respire. Me da aviso cuando sea tiempo de despedidas.
Capítulo XII
Los arrebatos de ira de Aldao eran de pocos conocidos, porque el fraile escondía en maneras suaves y gentiles las verdaderas intenciones de su ánimo. Educado en el control y el sosiego del espíritu, las tormentas de su alma encontraban alivio en el cilicio diario -que se aplicaba con una brutalidad de la que daba muestras su espalda martirizada-, el hachado de árboles y el traslado de troncos de álamos desde las vertientes de los Andes hasta las mismas entrañas de la iglesia de Santo Domingo. De naturaleza más íntima y malsana eran los pensamientos que Aldao dedicaba a sus pocos enemigos: pensamientos en los que la brutalidad física se ejercía sobre el cuerpo sangrante de sus víctimas imaginarias. De estas tormentas intestinas el fraile emergía con un arrepentimiento verdadero que preanunciaba buenas obras: la asistencia a los enfermos del hospital de la Caridad -asistencia que incluía el lavado de los cuerpos y el corte de pelo-, la enseñanza de los evangelios en el hogar de Expósitos y el hacer industrioso en los viñedos del extrarradio ciudadano.
Los conocidos de Aldao hubiesen estado muy extrañados de los excesos de furor del fraile. Para todos ellos, el religioso era un compendio de buenas maneras y conversación sosegada y calma que invitaba a la confidencia y la concordia. Solamente en una ocasión el religioso había mostrado el embrión de sus inclinaciones, pero el episodio fue tomado como un extravío aislado de una naturaleza afable y pacífica. La nochebuena de 1814 habían llegado hasta Aldao rumores sobre un faltante en la caja del hospicio Provincial. Gran parte de los 389 pesos que el mismo obispado había donado para la obra, se habían esfumado al modo de aquellas esencias aromáticas que, cumplida la función para la que han sido destinadas, dejan solamente una impresión fugaz en el olfato de aquellos que pudieron valorarlas. En el púlpito de la iglesia Matriz, y durante el sermón, Aldao había cargado sobre los responsables presuntos del delito sin nombrarlos: dos hermanos de apellido García, comerciantes de ramos generales y vocales de cuentas del hospicio:
- Hoy es un momento triste para nuestra iglesia y para nuestra feligresía. En la inminencia del eterno nacimiento de nuestro señor Jesucristo en la forma de un niño puro e inocente, otros niños, tan puros e inocentes como él, ven saqueados sus intereses por el alma rapaz de dos seres para los que ningún tipo de brutalidad en la aplicación del castigo sería suficiente. ¿Cuán distantes están de Herodes estos perpetradores? ¿Cómo se mide la ignominia de su falta? Sabemos muy bien que nuestra iglesia y nuestro creador reciben a los hijos del pecado, ¿pero qué crimen sería comparable al que arrebata los frutos de la beneficencia y la bondad a nuestros niños expósitos? Solamente la justicia humana podría dar cuenta de aquellos malditos, para los que ninguna pena es equivalente al grado de su delito. La horca y otros medios serían los instrumentos adecuados para la expiación de esas faltas, y no deberían ser los únicos. He aquí el valor de la justicia secular, el único verdadero: la destrucción de los actos de aquellos que, habiendo pecado por acción u omisión, ven en el castigo la salvación de sus almas y el olvido de sus actos. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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