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22 de agosto de 2020 | Literatura

El caudillo fraile

Yo, Aldao (capítulo XXV y XXVI)

Esto es lo que soy: carne para los buitres. Del altivo caudillo que sojuzgó voluntades y construyó anhelos, va quedando bien poco. El cáncer que me toma el rostro avanza sin respiros y sin pausas.

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por:
Juan Basterra

Mi vida entera, mis victorias y derrotas; los cincuenta y nueve años transcurridos, no son otra cosa que un reflejo lejano. Como aquellos hombres del bravo Torrijos que dieron sus huesos a las arenas de la lejana Málaga, así habré de caer. Enfrento el examen diario del espejo todas las horas. Tengo para mí –mis médicos lo saben muy bien pero lo ocultan-, que la batalla está perdida. El doctor Garviso quiso poner fin al tumor monstruoso que va tomando mis grasas y huesos. Los dolores más tremendos no doblegarán mi espíritu. La tabla de madera y cuerda en la que enterré mis dientes desesperados son el fiel testimonio de mi hombría. Quedará guardada en un cofre de plata que legaré a mis hijos. El doctor Rivera no quiere hablar de cáncer y menciona un quiste dermoide en el extremo de mi ceja. También habla de una osteomielitis de hueso frontal. Lo que sea, sé que me va quedando bien poco. Dictaré testamento los próximos días: eso es todo lo que sobrevivirá de esta voluntad férrea y orgullosa. Que otros me injurien. Yo humillé por igual al indio y al salvaje unitario. De estas hazañas se hablará en el extenso e impredecible futuro. Miro los árboles de la alameda próxima. Ellos también son una muestra visible de la voluntad más férrea; ellos también parecen inquebrantables; ellos también sucumbirán al paso del tiempo. ¿Por qué debiera ser distinto mi destino? Ayer de mañana tuve otra hemorragia. Un brote copioso que manchó mi correspondencia y mis prendas. No fue suficiente el emplasto para atenuar su caudal sanguinolento y cálido: la lava inorgánica que desciende desde la abertura de un volcán; el humor viscoso que resume nuestra esencia. Revuelvo el té en la taza. La mañana avanza sin prisa y sin pausas. Rivera piensa que exagero en mis preparativos para el fin. Yo sé bien que ese término está muy próximo, casi tanto como el amanecer del nuevo día sobre las calles de Mendoza. No en vano fueron mis años de estudio, retiro y sacerdocio. Tampoco las disciplinas con las que acostumbré a mi cuerpo. Quien no haya bebido de ese maná de rigor y prudencia no podrá entenderlo nunca. Es un conocimiento vedado al vulgo. De él extraigo mi cuota de aceptación y perseverancia. Así habré de vivir mis últimos días. Está escrito.

CAPÍTULO XXVI

Los problemas de salud de Aldao habían comenzado en octubre de 1843, catorce años después de su prisión en Córdoba y de la muerte de Laprida: una forma embrionaria que no dejaba adivinar la tragedia futura y un padecimiento atroz de más de quince meses. Durante parte de la mañana del día 12, Aldao había despachado un conjunto de asuntos urgentes relacionados a los dineros públicos de la provincia. Carlos Menéndez, uno de los contadores de la gobernación, había servido un té en la taza del caudillo mientras señalaba:

- Creo que su excelencia tendría que poner arreglo a ese grano sobre la ceja. Dígale a la Romana Luna que le aplique un emplasto con guayaba; mi esposa siempre lo usa con buenos resultados.

- Esto no es nada –había contestado Aldao-. Me sirve para asustar a los paisanos cobardes.

Los dos hombres rieron de buena gana, pero esa noche, enfrentando el espejo, Aldao observó un hilo de sangre coagulada sobre el párpado derecho. A la madrugada, el hilo de sangre se había convertido en un río incontenible que tuvo que ser encauzado de urgencia por uno de los médicos del cuartel más próximo a la casa. El emplasto fue afirmado con una tela que alcanzaba la pera de Aldao. La hemorragia volvió a dar curso dos horas más tarde y fue entonces cuando el caudillo se sintió perdido para siempre.

- Tengo que ordenar mis papeles -había dicho en tono tranquilo a Menéndez-. Necesito que llame a reunión a Segura y de la Cuesta. Los espero mañana a las 9.00.

- Su lesión es poca cosa, excelencia –contestó un tranquilizador Menéndez-. Debe ser una vieja herida que supura de tanto en tanto. A cierta edad esos males son frecuentes: que lo diga si no el viejo lumbago que me tortura día a día.

- No –dijo Aldao-. Sé muy bien diferenciar las penurias. Heridas tengo muchas, y de todos los tamaños, pero esto es otra cosa. Lo saben mi voluntad y mi razón

- Está bien –contestó Menéndez mientras tomaba nota en un libro de cuentas-. Mañana mismo estamos aquí con usted.

Al día siguiente, además de Segura y de la Cuesta, un pequeño cónclave de médicos estuvo reunido en el comedor de la casa de Aldao después de la inspección de la herida, y en ausencia del caudillo. Ninguno de los presentes se mostró optimista con el grado de la lesión, pero todos discreparon en su naturaleza.

- Es un quiste –aventuró Salvatierra, el médico más viejo de la provincia-. Se nota a la legua por la consistencia.

- No diría lo mismo –dijo Bustamante, un sanjuanino que ejercía la medicina por caridad y tradición de familia-. La sangre y las viscosidades que observamos hace un momento no corresponden a un quiste.

- Señores –intervino Menéndez-. Supongo que vamos a tener un tiempo para la confirmación del mal que ataca al general. Lo que me tienen que decir en este momento es de si es mortal o no y, en el caso de lo primero, cuanto tiempo de vida le queda.

- Unos meses –dijo el tercero de los médicos, Ocampo, el más imparcial de todos-. Es un cáncer, y de los graves. No tiene cura, ni aunque se le saque al gobernador la mitad del cráneo.

- Usted es muy joven para dictaminar de esa manera –dijo Menéndez-. Joven, e irrespetuoso. Ya veremos a donde lo lleva su imprudencia. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, Yo Aldao

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