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A diez años de su muerte
Néstor, el dueño de los sueños
El 19 y 20 de diciembre de 2001 el estado nacional argentino colapsó. El neoliberalismo había hecho su tarea con probidad, destrozando la economía y poniendo al país de rodillas frente a los grandes centros internacionales de poder.
La aplicación a rajatablas de las políticas del FMI, el endeudamiento sistemático, la corrupción, la sangría incontenible de nuestras riquezas a través de la transferencia de recursos hacia el exterior y el saqueo de las empresas estatales fueron minando la consistencia de una política de convertibilidad sostenida absurdamente contra natura.
Durante su vigencia, la soberanía financiera de nuestro estado nacional fue suprimida, con nuestro signo monetario convertido en alter ego desprestigiado del dólar, para luego forzar, al momento del inevitable fracaso de una política nefasta, la emisión de famélicas cuasi monedas provinciales –los descalificados bonos– o el restablecimiento del sistema del trueque. La industria argentina recibió nuevos golpes frontales que la dejaron agonizando, y con el librecambio como slogan, se alcanzaron rápidamente indicadores récords de desocupación, precariedad laboral y empleo en negro. En consonancia, los colegios industriales fueron eliminados, ya que no cumplían función alguna dentro del nuevo modelo semicolonial.
El éxito del proyecto de convertibilidad destruyó el aparato productivo nacional y entrañó, hacia fines del siglo XX, una inevitable crisis económica y social de inédita magnitud. Su creador, el aprendiz de brujo Juan Domingo Cavallo, convocado ahora por la gestión de Fernando de la Rúa, sólo atinó a tratar de “enfriar” la economía, imponiendo una retención del 13 por ciento de los ingresos a los empleados estatales, una desesperada toma de deuda a tasas exorbitantes –el denominado “blindaje”– y el establecimiento de un estricto “corralito” financiero. Estas iniciativas, aún más recesivas, esfumaron los últimos restos de tolerancia social.
La huida en helicóptero de De la Rúa, en el marco de una represión absurda e injustificada, reiteraba la pauta de retiro anticipado del radicalismo del gobierno instalada en 1930 ¡Que se vayan todos! Tal como había sucedido en las gestas históricas del 25 de mayo y el 17 de octubre, el pueblo ocupó la Plaza de Mayo exigiendo un cambio drástico. Sin embargo, mientras que en el nacimiento de la patria y en 1945 existían programas concretos –la creación de un gobierno propio con liderazgo criollo y la liberación y la restitución del líder que había implementado el proceso de cambio social, respectivamente–, la demanda de 2001 era mucho más perturbadora. El “que se vayan todos” implicaba que el único consenso existente se refería a la impugnación de una dirigencia política considerada corrupta y genuflexa ante las presiones de los mercados o de los organismos internacionales.
La situación era terrible y no se avizoraba la luz en el fondo del túnel. El pueblo se movilizaba contra algo, pero, a diferencia de las otras gestas históricas, carecía de propuesta o programa positivo de acción. La gestión de Eduardo Duhalde, la autoridad emergente de la gravísima crisis político-institucional que siguió al estallido y la rebelión social del 2001, aportó significativos avances –a menudo retaceados- en la consolidación institucional y la recuperación económica, concretando una ejemplar salida del corralito de Cavallo gracias al sacrificio de su primer Ministro de Economía, Jorge Remes Lenicov, y la tarea virtuosa de su sucesor, Roberto Lavagna. Sin embargo, el clima social heredado de la gestión de la Alianza no pudo ser recompuesto en lo inmediato, y el martirio de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán forzó la salida anticipada del presidente que comenzó la tarea poco gratificante de apagar el incendio encendido por la gestión de De la Rúa.
El proceso electoral para suceder a Duhalde conllevaba las marcas de la crisis. La síntesis de altísimo endeudamiento, profundo clima de conflictividad social y una economía colapsada disuadieron a algunos competidores destacados de la racionalidad de hacerse cargo de un país en llamas. En ese momento dramático, en el cual incluso la unidad territorial de la república estaba puesta en discusión, sólo una personalidad excepcional podía asumir el desafío de ponerse el sayo en una situación en la que sólo el fracaso parecía estar garantizado.
Y en medio del lodazal y del espanto surgió un líder, transgresor, políticamente incorrecto, dispuesto a hacer realidad un programa nacional y popular que había sido sistemáticamente descalificado por los gurúes y los comunicadores del neoliberalismo en la década precedente. Y así, con su raquítico capital electoral de poco más del 20% de los sufragios emitidos, acometió la ciclópea empresa de recuperar el auténtico peronismo, el de Evita y de Perón, adaptado a las condiciones y exigencias del siglo XXI. De nada valieron las zancadillas que trataron de forzar su rápido declive.
La decisión de Carlos Menem de eludir la segunda vuelta electoral para obligarlo a asumir con el voto de sólo uno de cada cinco electores constituyó un nuevo fracaso para el riojano. Pragmático al extremo y consecuente con sus ideales y compromiso doctrinario, Néstor Kirchner, fue capaz de revertir la debilidad de origen de su mandato construyendo legitimidad a través de una llamativa capacidad de gestión. Acompañado de un equipo de lujo, de cuadros políticos que ya no volvería a repetirse, entre los que se destacaban la leal acción de su vicepresidente, Daniel Scioli, la tarea descollante de quien fue gestor principal de su candidatura, Alberto Fernández como Jefe de Gabinete, en sintonía con el desempeño de dos ministros heredados del gobierno de Duhalde, Roberto Lavagna y Ginés González García, y una acertada tarea de Daniel Filmus, Aníbal Fernández, José Pampuro, Julio de Vido, Rafael Bielsa, Gustavo Béliz y Alicia Kirchner, con Jorge Taiana y Horacio Rosatti, como principales reemplazos que potenciaron aún más la gestión y la tarea persistente de Carlos Zanninni y Oscar Parrilli. También aparecieron otros nombres, sobre los que la Justicia deberá expedir su veredicto.
En poco tiempo, la economía fue relanzada, la utilización de las variables monetarias permitieron garantizar la competitividad de las exportaciones argentinas, su apuesta por el mercado interno impulsó el crecimiento industrial, avalando la reapertura de aquella prestigiosa educación técnica a la que el neoliberalismo le había otorgado carta de defunción.
A poco de andar, Néstor Kirchner había transformado su escuálido capital electoral en más del 70% de apoyo en la opinión pública. Anuló los indultos de Carlos Menem, imponiendo políticas de estado basadas en la memoria, la verdad y la justicia. Néstor Kirchner impulsó un drástico e inédito proceso de desendeudamiento. Respondió a las demandas sociales con políticas efectivas y expansión del empleo. Fomentó la educación, revirtió la desocupación endémica, garantizó el crecimiento económico sostenido en el tiempo a tasas chinas y dejó constancia en el contexto internacional de que otra política económica era posible, y también deseable.
La apuesta de Néstor permitió recuperar la historia peronista, proyectada a la construcción de la Patria Grande Americana a través del MERCOSUR y la UNASUR, en compañía de otros grandes baluartes de la política latinoamericana como Lula, Evo Morales y Rafael Correa, y que luego de su muerte se irían degradando hasta entrar en una especie de agonía, y en la confrontación contra la voluntad expansiva de los EEUU.
También reafirmó el papel del estado como nivelador de las desigualdades e injusticias creadas por el mercado y como promotor del crecimiento económico y la integración social, y restituyó el principio de autoridad en clave democrática, deshilachado tras la desafortunada experiencia de Fernando de la Rúa. Esto le permitió reivindicar la política, la participación y el compromiso social, que habían sido desacreditados deliberadamente por el neoliberalismo en su afán de privilegiar al mercado sobre los ciudadanos como instancia de control y de guía de los gobernantes.
Y, sobre todo, Néstor consiguió devolvernos a los argentinos un proyecto colectivo, en clave nacional, popular y americanista, que intentó sepultarse desde el Golpe de 1955, con la única excepción del tercer período peronista iniciado en 1973. La convicción de que una sociedad más justa, inclusiva e igualitaria era posible, con compromiso y consecuencia, con organización y participación popular. Lamentablemente, su muerte significó mucho más que su desaparición física. También marcó un rotundo punto de inflexión en el sistema de alianzas, los fundamentos programáticos, su vocación acuerdista y la matriz del liderazgo.
Parece increíble que, a diez años de su muerte, la Argentina se encuentre en una situación incomparablemente peor que la que vigente por entonces. Los superávits gemelos de su gobierno parecen propios de la ciencia ficción. La presencia internacional de nuestro país se ha diluido. El modelo productivo implementado ha sido masacrado. El caos social, económico y político impera por todas partes, y el desendeudamiento ejemplar con el FMI pertenece al orden de la utopía.
Capítulo aparte merecen sus políticas de memoria, verdad y justicia, que nos reivindicaron con los principios cristianos de la vida, luego del efímero intento de Raúl Alfonsín, y el retiro del cuadro del dictador Jorge Rafael Videla, un acto que se constituyó en símbolo de la voluntad democrática de todos los argentinos bien nacidos.
La división interna, el abandono de sus principios de acción, racionalidad y gestión productiva prepararon el terreno para la derrota, y la instalación del régimen más corrosivo y destructivo que soportó nuestro país: el gobierno de Cambiemos, encabezado por Mauricio Macri, que no sólo destruyó las bases sociales y económicas indispensables para el funcionamiento de la república democrática, sino que promovió un inédito proceso de fuga de capitales, concentración de la riqueza y exclusión social.
Las consecuencias de aquella división interna y esta acción sistemática de saqueo y empobrecimiento de las grandes mayorías populares, impulsada por los nostálgicos de la Argentina peronista, están más vivas que nunca, y se incrementaron en el marco de la pandemia y la cuarentena que llevó a nuestro país al borde del abismo.
Un día antes, su viuda y compañera, la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, explicó sus atendibles razones afectivas y psicológicas, su propio ritual de duelo reiterado, que cada año la aleja de las conmemoraciones populares y oficiales. Pero no omitió hace un crudo análisis del accionar de la oposición y de las consecuencias de la gestión del macrismo, ni de denunciar que “hay funcionarios que no funcionan”, para luego manifestar su explícito apoyo al Presidente Alberto Fernández y realizar un llamado a la imprescindible unidad de los argentinos para tratar de evitar el naufragio.
Hoy se cumplen diez años de la desaparición física de Néstor Kirchner, pero continúan “insoportablemente vivo” en la memoria popular. El “Flaco”, “Virola”, el “Pingüino”, “Lupin” o, simplemente, “Néstor”. Aquél que aseguró que no dejaría sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada y concretó la más exitosa gestión desde el retorno de la democracia. Aquél que vino a proponernos un sueño, el último gran sueño colectivo de los argentinos y demostró que se podía salir adelante con decisión, inclusión y convicción.
Desde ahora, su estatua estará instalada en el CCK, aquel lugar que tanto le agradaba y que implica una reivindicación después de haber sido retirada de la sede de la UNASUR. Mientras tanto, en la Argentina, decenas de miles de compatriotas participarán de los múltiples eventos organizados para recordarlo y también para reafirmar que las promesas electorales y las convicciones de un gobierno popular nunca deben quedar en la puerta de la Casa Rosada. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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