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14 de noviembre de 2020 | Historia

Héroe popular

Ángel Vicente Peñaloza, “El Chacho”

"¿Por qué hacen una guerra a muerte entre hermanos con hermanos?... ¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitaran en tan pernicioso ejemplo?" (carta del general Ángel Vicente Peñaloza, al general mitrista Antonio Taboada,  8 de febrero de 1862).

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por:
Alberto Lettieri

La caída de Rosas, en 1852, abrió paso a la implementación de un proyecto liberal - oligárquico - dependiente que pretendió hacer tabla rasa con las tradiciones y la cultura nacional, organizando asimismo el genocidio de sus sujetos portadores: el gaucho, el indio y los grupos afro-descendientes.  

La legitimación social de este proyecto exigió la aplicación de un conjunto de bien aceitados dispositivos, que incluyeron la falsificación de la historia nacional, la imposición de un sistema de adoctrinamiento que permitiese naturalizar el proceso de aculturación y de adopción de una especie de provincialismo cultural dependiente de la matriz eurocéntrica. Para esto se implementó un rígido sistema educativo que pretendió imponer criterios de disciplinamiento jerárquico, obediencia y una suerte de pensamiento único que pretendió naturalizar el fenómeno de la dominación y un discurso en clave liberal, y el control de los procesos de formación de la opinión pública, impidiendo la circulación de proyectos o explicaciones alternativas, y la imposición de mecanismos de selección y promoción institucionales basados en la aceptación acrítica del sistema de valores y de las representaciones sociales impuestas. A fin de naturalizar socialmente esos valores y representaciones sociales instrumentales para garantizar la hegemonía de la elite portuaria asociada con los imperialismos de turno, se diseñó un sistema de efemérides oficiales y una profusa labor orientada a la construcción de monumentos y la denominación de las calles, avenidas y localidades de la Nación con los nombres y las gestas reivindicadas por el panteón patrio diseñado por los intelectuales al servicio de esa oligarquía. 

La piedra de toque que posibilitó la legitimación del soterramiento de nuestras tradiciones, la falsificación de nuestra historia nacional y la imposición de la dependencia cultural y económica de nuestra sociedad fue la dicotomía entre “civilización” y “barbarie”, diseñada por Domingo F. Sarmiento en el Facundo, concebido por su autor como panfleto de combate sin mayores pretensiones de rigurosidad histórica o de compromiso con la verdad.  Según el propio Sarmiento: “Ensayo y revelación para mi mismo de mis ideas, el Facundo adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del momento, sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutado no bien era concebido, lejos del teatro de los sucesos y con propósito de acción inmediata y militante”. Su propósito no era una incógnita: “Quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes por quienes sentimos sin poderlo remediar, una invencible repugnancia.” Años después potenciará su deseo de exterminio, recomendando al entonces presidente Bartolomé Mitre: “No trate de economizar sangre de gaucho. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”.

La dicotomía sarmientina impregnó la historia oficial y la cultura argentina de una matriz dependiente. Hace algunos años, en 1993, el historiador Tulio Halperín Donghi, de extensa trayectoria en la Universidad de Berkley, celebraba ese éxito: "Quejarse de la dependencia es como quejarse del régimen de lluvias. No es necesario explicar entonces por qué no hablamos más de ella”. La afirmación de Halperín, tan terminante como la dicotomía de Sarmiento o la convicción del sanjuanino de que la inclusión del gaucho en un orden social “moderno” resultaba imposible, por lo que sólo cabía su eliminación, resulta insostenible, y prueba contundente de la operación habitual del liberalismo, consistente en la postulación del pluralismo y la vigencia de las libertades, mientras en la práctica pretende imponer el pensamiento único y  evadir el debate franco y pluralista.  En efecto, más allá de los deseos de Sarmiento o de Halperín, una larga tradición revisionista ha denunciado y demostrado las falacias y ocultamientos promovidos por ese liberalismo colonialista, proponiendo lecturas alternativas y mucho más atentas a nuestras tradiciones, nuestro pasado y nuestra cultura nacional. 

Leopoldo Lugones, por ejemplo, afirmaba en El Payador: “(….) fácil será hallar en el gaucho el prototipo del argentino actual. (…) No somos gauchos, sin duda; pero ese producto del ambiente contenía en potencia al argentino de hoy, tan diferente bajo la apariencia confusa producida por el cruzamiento actual.(…) Y como se trata de un tipo que al constituirse la nacionalidad fue su agente más genuino; como en él se ha manifestado la poesía nacional con sus rasgos más característicos, lo aceptaremos sin mengua como antecesor”. 

Para Jauretche, la recuperación de la historia auténtica de nuestra patria significaba no sólo un acto de justicia con el pasado, sino también una herramienta esencial de construcción política de caras al futuro: "Véase entonces la importancia política del conocimiento de una historia auténtica; sin ella no es posible el conocimiento del presente y el desconocimiento del presente lleva implícita la imposibilidad de calcular el futuro, porque el hecho cotidiano es un complejo amasado con el barro de lo que fue y el fluido de lo que será, que no por difuso es inaccesible e inaprensible”.

Si bien el revisionismo histórico ha realizado aportes sustantivos en la tarea de recuperación de la historia auténtica de nuestra nación durante un siglo, ha encontrado graves dificultades para que sus aportes fueran incorporados a la vida institucional de la Nación. Tanto las efemérides, como los contenidos escolares, los monumentos públicos o la denominación de calles o localidades continúan expresando de manera abrumadora esa matriz oligárquica, dependiente y autoritaria que impuso el liberalismo desde mediados del siglo XIX. 

La figura del “Chacho”, Ángel Vicente Peñaloza, constituye la síntesis más representativa del héroe nativo y popular, comprometido con las luchas de su pueblo y con el ideal de independencia y de soberanía nacional, socavado por el modelo de la Generación del 37. Su liderazgo indiscutido, su entrega por la causa nacional y las características de su brutal asesinato, reclamado imperiosamente por Sarmiento, lo constituyen en símbolo de una tradición y de una causa popular y latinoamericana que, pese a los deseos de la poderosa oligarquía pro británica, siguen vigentes, cada vez con mayor protagonismo y liderazgo, en nuestro presente. La consagración de la fecha de su muerte como día del Mártir Federal, significaría asimismo la confirmación de aquella advertencia de un romance anónimo que se mantuvo viva en la memoria de su pueblo:

“¡Ya se acabó Peñaloza!

¡Ya lo pudieron matar!

Tengan cuidado, señores,

¡No vaya a resucitar!”. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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