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21 de noviembre de 2020 | Literatura

El caudillo fraile

Yo, Aldao (capítulo XLIII)

Sobre la frente, los restos del tumor estaban cubiertos por rectángulos algodonosos. Toda la figura del antiguo fraile transmitía seguridad y aplomo, un poco a la manera de aquellos agonizantes representados en los óleos del siglo XIX que, rodeados por el conjunto de sus seres queridos, esperan la muerte con agradecimiento y estoicismo.

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por:
Juan Basterra

Rivera recibió a Rodríguez al pie de la cama de Aldao. La respiración del caudillo era apenas audible en el descenso y ascenso del pecho, y Rodríguez pensó entonces en una abuela suya muerta de tuberculosis en un tiempo del que apenas guardaba memoria. La cabeza de Aldao reposaba sobre una pila de almohadas de plumas de ganso, y en el taburete más próximo estaban apilados dos volúmenes de una Biblia Vulgata que habrían de constituir las últimas lecturas del caudillo. El juicio de Aldao se había mantenido firme durante toda la noche -su conversación con el agotado Rivera había versado sobre siete versículos del Evangelio según San Mateo-, y sobre el filo de la madrugada, el sueño que precede al último, el definitivo, lo había encontrado con el rostro distendido y plácido del hombre que espera con alegría el comienzo del nuevo día. Sobre la frente, los restos del tumor estaban cubiertos por rectángulos algodonosos. Toda la figura del antiguo fraile transmitía seguridad y aplomo, un poco a la manera de aquellos agonizantes representados en los óleos del siglo XIX que, rodeados por el conjunto de sus seres queridos, esperan la muerte con agradecimiento y estoicismo.

-No creo que pasemos el mediodía -dijo Rivera- . El pulso es inestable y tenemos una braquicardia, dé parte a las autoridades, pero que no se divulgue la noticia al pueblo. ¿Qué sabe de las mujeres de Aldao?

-Están a varias leguas pero podemos mandar un chasque apenas tengamos el desenlace. No creo  que sea conveniente su presencia en el templo, hablemos bien claro -opinó Rodríguez.

-No estoy en condiciones de discutir eso -dijo Rivera-. Soy su médico, y soy un extranjero en esta ciudad.

Dos horas más tarde el corazón de Aldao había dejado de latir. El cuerpo, y en un todo de acuerdo con sus últimas voluntades, fue vestido con el hábito de dominico y el uniforme de general de granaderos. Un peluquero de oficio peinó por última vez el cabello ingobernable y casi sin canas. Las campanas de todas las iglesias comenzaron entonces un carrillón fúnebre y melodioso que, alcanzando las orillas del río Desaguadero, remontaba los torrentes tormentosos de los afluentes para llegar a los caminos nunca más recorridos por el fraile: las pequeñas iglesias de villorrios y pueblos, los fuertes abandonados y derruidos del viejo dominio español, los intersticios de los macizos inalterados de la cordillera, las sendas transitadas por los arrieros solitarios, la cueva secreta del puma y el nido supremo del cóndor, para proclamar, en el fragor final de los vientos desatados sobre la inmensidad del universo, la muerte del caudillo Aldao y el perdón de sus ofensas y pecados. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, Yo Aldao

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