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5 de diciembre de 2020 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo II)

Tiren sus huesos debajo de algún atrio. Así nos aseguraremos de que no vaya a incordiar nunca más. Que no se conozca el destino de los despojos de ese traidor. No quiero a nadie prendiéndole velas, ni siquiera a ustedes. ¡Qué sea de noche y que nadie conozca el destino de esa basura!

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por:
Juan Basterra

La cabeza de Ramírez encontraría la paz dos meses después de su exhibición a la vergüenza pública.

Durante la noche del 18 de septiembre de 1821 fue trasladada por tres sepultureros y dos religiosos de la orden de los dominicos hasta la Iglesia de la Merced, donde fue sepultada -no sin contratiempos, debido al peso de la gran tapa de mármol que sellaba el destino de los restos de cuatro religiosos y la gran dureza del suelo invadido por las piedras- en el interior de la jaula de hierro.

Dos días antes, el obispo José de Abenámar había tenido un altercado con el gobernador Estanislao López, del que emergió con los ojos enrojecidos pero en la plenitud de su dominio.

La visita del obispo había estado precedida por la visita de su edecán, Rodrigo de las Motas, que sin ningún tipo de preámbulos ordenó a López

-Saque la cabeza del cabildo, brigadier. Es una necesidad imperiosa para nuestra iglesia y muy cara para el ánimo de la feligresía. Conocemos muy bien su espíritu cristiano y lo sabemos muy cerca de las enseñanzas de nuestro señor Jesucristo. Aleje de usted la sangre de ese inocente.

-¿Es de esto que quiere conversar el obispo? Mejor les sería emborracharse con vino de misa -López movió con desprecio el pisapapeles que portaba un Cristo-. Y no me hable de inocentes. Dígale a su jefe que no incordie con estupideces, y que mi tiempo es escaso para el tratamiento de esas falsas piedades. Retírese inmediatamente y comunique mis palabras a sus superiores.

Menos de una hora después llegó el obispo -acompañado de cuatro clérigos de importancia- y entró al despacho gubernamental con un color cárdeno en las mejillas y la decisión de un toro bravío en la mirada.

Sobre el sillón tapizado de gro, aguardaba López. No consideró digno de su importancia el tratamiento del tema -ni mucho menos, levantarse para recibir a sus “excelencias”- y solamente esbozó una sonrisa burlona y glacial dirigida a los religiosos y sus ayudas de cámara.

-Excelencia—avanzó Abenámar-. Sé que son muchos los problemas que ocupan a su gobierno y sé muy bien también que nuestro pedido puede ser considerado precipitado y alejado de las verdaderas necesidades de las horas actuales. Pero conozco mucho más perfectamente el espíritu apasionado que lo gobierna y en algunos casos lo traiciona, y las palabras excesivas que dirigió a mi edecán hace apenas unos momentos. Haré oídos sordos a las mismas, sé perdonar, eso es de buen cristiano, pero desearía que el pedido que me digné hacer llegar a usted, encuentre acogida en su corazón magnánimo y que, por un momento, dejemos de lado las consideraciones que podrían ocupar el pecho de hombres mezquinos y viles, pero nunca el de cada uno de los que enaltecemos esta sala.

López reconoció internamente la maestría oratoria del religioso pero respondió:

-No hay rectificación a mi decisión. Dejaría de lado, si usted lo desea, los términos exagerados que dirigí hace unos momentos a su asistente, pero nunca las razones que me hacen exhibir públicamente la encarnación de la traición en el rostro de un enemigo de nuestro país. Ramírez, o lo que queda de él, envejecerá dentro de su jaula, y en pleno cabildo. No voy a discutir esto con usted, ni siquiera ante la presencia del mismo papa.

Abenámar se sobresaltó: mentar al papa en relación al destino final de la cabeza de un sublevado, católico sí, pero tan capaz de traición como el caudillo que tenía enfrente en ese momento, le parecía una blasfemia con olor a azufre y un delito que no podía dejarse pasar sin riesgo de honor para la Iglesia y a sus propios paños morados. Casi gritando imprecó:

-¡No blasfeme, brigadier! ¡No mezcle lo celeste con lo terreno! ¡A riesgo de perder su alma por toda la eternidad lo conmino a dar cristiana sepultura a los despojos de ese infeliz! Bastante tuvo ya con la vergüenza -Abenámar estaba sorprendido de su propia violencia y miraba sus manos-. Tenga piedad de ese hombre.

López estuvo a punto de pararse y abofetear al obispo, pero una especie de freno interno que desde pequeño lo asistía en el medio de las tempestades más fuertes y las batallas más enconadas, lo detuvo. Miró fijamente los ojos de Abenámar, aflojó la tirantez del semblante y dijo:

-Hagan lo que quieran con esa porquería. Tiren sus huesos debajo de algún atrio. Así nos aseguraremos de que no vaya a incordiar nunca más. Que no se conozca el destino de los despojos de ese traidor. No quiero a nadie prendiéndole velas, ni siquiera a ustedes. ¡Qué sea de noche y que nadie conozca el destino de esa basura! ¡Váyanse! ¡A diferencia de ustedes, tengo trabajo, y no puedo pasarme todo el santo día hablando de la cabeza de Ramírez! (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, La cabeza de Ramírez

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