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8 de enero de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo VIII)

Pocos días después de aquel paseo, Artigas desertó. Había llegado a Colonia del Sacramento para presentarse ante el jefe de guarnición, el brigadier Muesca, porque comenzaba a ser un secreto a voces el comienzo de las actividades revolucionarias del joven capitán de blandengues.

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por:
Juan Basterra

Como siempre sucede en estas cosas, el principal interesado -Artigas- era el único que ignoraba el alcance de los rumores y algunos de sus hombres comenzaban a verlo como a un fantasma.

Sus tropas acamparon en las afueras de la ciudad. Era un día agobiante de febrero y el tiempo prometía tormenta. La noche misma de la llegada un piquete de oficiales se dirigió a una de las pulperías del lugar en busca de alcohol; muchos de los hombres estaban borrachos. En el mostrador estaba acodado el dueño, un vasco de apellido Gorostiza, célebre en los alrededores por su fuerza hercúlea y su valor desmedido. Uno de los subordinados de Artigas apenas podía tenerse en pie pero encaró al pulpero:

—Paisano, ¡caña fuerte para los soldados de la patria!

Gorostiza puso a mano el facón que le servía para amansar a los “bravos” del lugar y contestó:

—Un oficial de la patria nunca está bebido.

Algunos de los circunstantes comenzaron a ganar la salida del almacén. Un amigo compasivo del pulpero hizo la señal de la cruz. Del otro lado del mostrador, el oficial -de apellido Silvera-, acercó su cara a la de Gorostiza y le dijo con voz aguardentosa y arrastrada:

—No solamente nos vas a dar caña gratis, piojoso. Me vas a dar también el apero que tenés colgado en la mugre de esa pared.

—Eso en el caso de que yo arrugue, malandra -Gorostiza empuño el facón y remató la bravata con la frase: -acá, por la Colonia, los únicos que aflojan son los forasteros.

Silvera dudó un momento ante el tamaño y la osadía de su contrincante. Pensó en pedir disculpas al vasco: no era tan grande la afrenta, después de todo y, además, a duras penas podía pararse sobre las piernas. En ese momento, y en un perfecto acuerdo con aquel viejo dicho de que “el diablo mete siempre la cola”, la risa irónica de uno de sus subalternos, un pardo de apellido Olivera, le recordó la injuria del vasco y lo decidió en sentido contrario. Sacó trabajosamente el sable de su funda y encarando al pulpero le escupió la frase:

—Andá llamando a tu mujer para que te junte las tripas. 

El combate duró pocos segundos: Gorostiza pego dos planazos en la cara de Silvera. Era suficiente. No quería matar al militar. Recibió a cambio un sablazo en el hombro que le produjo un corte de poca profundidad. Uno de los hombres de Silvera detuvo la cosa:

—Ya es suficiente -sacó unas monedas de uno de los bolsillos de su cinto y los alargó hasta el mostrador del pulpero-. No se derrama así porque sí la sangre de un oficial.

La cosa quedó ahí, pero a la mañana siguiente Gorostiza visitó a Muesca para denunciar a Silvera

—Quiero que encarcele a ese hombre -le dijo-. Así va a aprender a no andar embromando a la gente de trabajo.

Unas horas después, Artigas compareció ante Muesca.

—Lo mandé llamar -comenzó el brigadier-para que haga entrega del oficial que violentó la pulpería malhiriendo a su propietario.

—No hubo violencia, brigadier -contestó Artigas, contradiciéndose inmediatamente-: la riña fue ocasionada por una disputa, y el comerciante ha echado mano a las armas antes que Silvera.

—No mienta -Muesca estaba de un color violáceo-. Hace solo un momento el pulpero estuvo aquí enterándome perfectamente de los hechos.

—Desconozco el paradero del oficial -contestó como toda respuesta Artigas-. Creo que se ha escapado para el monte.

—No me mienta, capitán -respondió Muesca-. Le doy veinticuatro horas para que me entregue a ese hombre. Caso contrario, lo mandaré a la isla de San Gabriel, engrillado y sin las jinetas, por desacato.

Los grillos no habrían de ser utilizados nunca. La entrega de Silvera tampoco habría de producirse. La noche del 15 de febrero de 1811, Artigas, el comandante Rafael Ortiguera, el cura José María de la Peña y algunos soldados, abandonaron la plaza del lugar montados en los caballos del español Juan del Águila para dirigirse hasta una estancia en el Cerro de las Armas. Un momento después -munidos con cincuenta pesos fuertes en oro aportados por don Teodosio de la Quintana, y luego de haber sido escoltados hasta la costa por una partida de diez morenos armados de machetes y trabucos- abordarían un lanchón que pondría rumbo a la ciudad de Buenos Aires, alejándose para siempre de las tropas realistas y de un desairado brigadier Muesca. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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