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10 de febrero de 2021 | Opinión

#NiUnaMenos

El femicidio de Úrsula, un crimen de estado

Juan Bautista Alberdi, el padre de la constitución nacional, se quejaba de que, aún siendo que debieron pasar casi 45 años de guerra civil y de ríos de sangre derramada para llegar a su promulgación, esta no había representado para nuestro país más que una “revolución caligráfica”.

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por:
Santiago Agustín Soffiantini

Los males que aquejaban a la Nación que él llamaba “la república de mis amores”, no habían sido sanados por el texto constitucional, ni estaban cerca de serlo. La formulación de una constitución profundamente liberal y progresista había sido una revolución, sí. Pero en el papel.

Ya en su primera formulación en 1853 y hasta nuestros días, la carta magna en su artículo 16 declaraba la igualdad ante la ley de todos los habitantes de este suelo. De todos y, diríamos hoy, de todas.

Aún los autores más liberales y que ven en el estado poco más que a un garante de ciertos derechos básicos, convienen en afirmar que es su primera obligación defender la vida y la libertad de sus ciudadanos. Cuando vemos el caso de Úrsula, la chica de Rojas víctima de un brutal femicidio cometido por su ex pareja, un efectivo de la policía de la provincia de Buenos Aires en servicio, contra el que pesaban más de 18 denuncias penales, constatamos, con esa triste indignación que los argentinos conocemos tan bien, cuánta razón tuvo Alberdi en su crítica.

Y no solo porque, evidentemente, los derechos de Úrsula no fueron respetados, sino porque fueron directa y sencillamente avasallados por el estado. El primer femicida aquí fue el estado, que quede claro. Porque él, desoyendo su obligación constitucional de considerar a todos sus habitantes como iguales, eligió darle, culpablemente, más peso a la persona y a la palabra de un violento y un asesino, que a la de una chica de 18 años que pedía a gritos ser protegida. “Me va a matar”, es la triste profecía de Úrsula, y de tantas otras que saben que están a merced de su asesino... Y del estado.

El estado, es decir, la Justicia cómplice, la policía encubridora, la comisaría de la Mujer que no tomó una denuncia por ser “fin de semana” (sic), eligió bando. Eligió el lado del opresor. Poco importa el artículo 16: en los hechos ser varón pesa más. Los derechos procesales del varón son sagrados para la Justicia. Los derechos de la víctima, si es mujer, nunca son tales.

Y que quede claro, es evidente que las garantías del proceso nacieron puntualmente para tutelar la dignidad de los reos ante el poder punitivo del estado. Pero así como esas garantías surgieron en pos de una necesidad del momento, cabe preguntar si no es tiempo ya de que surjan otras nuevas, más progresistas aún, que sirvan también para tutelar la vida de las víctimas, sin pasar por sobre la presunción de inocencia y el debido proceso.

No puede estar presa preventivamente la víctima en su casa, en su trabajo, en su vida. No puede ser ella la que cargue con el peso de llevar un “botón antipánico” (eufemismo para “no hacer absolutamente nada desde el estado”), porque es atentatorio de la igualdad ante la ley. La tecnología moderna permite que la Justicia conozca la ubicación de los denunciados para saber si violan la restricción perimetral, y actuar inmediatamente en consecuencia. Que sean ellos y nos sus víctimas, pues, quienes soporten la mirada del estado.

Sostener en beneficio exclusivo de la letra del derecho la intangibilidad de las garantías procesales de los acusados es, de parte del estado y en rigor, una violación a las obligaciones de más alta jerarquía a que la república se ha atado en materia de derechos humanos y, específicamente, de la lucha contra la violencia de género.

Es momento de decir basta. Es momento de hacer una revolución que no sea meramente caligráfica. Ni una menos.


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Rojas, Úrsula Bahillo

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