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Una vez producido el golpe, la línea editorial ofreció lo que llamó un “consenso expectante” a la dictadura cívico-militar, apoyó la “restauración del orden” y reclamó que se implementaran las soluciones redentoras anunciadas. En ese sentido Clarín coincidía con el anhelo refundacional manifestado por el régimen militar.
En marzo de 1976, en los tramos finales del gobierno de Isabel y en sintonía con la ya desembozada voluntad golpista de las Fuerzas Armadas, Clarín juzgó como “inevitable” el golpe de estado, no solo por la “ineficacia” del gobierno sino también por lo que juzgaba como una crisis de legitimidad de todos los actores tradicionales del sistema institucional, que les impedía ofrecer una salida duradera a la “crisis nacional”. Para el diario, las soluciones emanadas de tales actores tradicionales y de una sociedad civil a la que consideraba “enferma” y presa de un extravío “moral”, no eran capaces de emprender la “refundación” que necesitaba el país a través de la aplicación de “soluciones desarrollistas”. Una vez producido el golpe, la línea editorial ofreció lo que llamó un “consenso expectante” a la dictadura cívico-militar, apoyó la “restauración del orden” y reclamó que se implementaran las soluciones redentoras anunciadas. En ese sentido Clarín coincidía con el anhelo refundacional manifestado por el régimen militar.
La compra del paquete accionario de Papel Prensa por parte de los diarios Clarín, La Nación y La Razón combinó política y negocios en una oscura trama de intereses. Luego de la sospechosa muerte de David Graiver, accionista mayoritario de Papel Prensa, en un confuso accidente aéreo en agosto de 1976, la dictadura encabezó una cruzada para confiscar las propiedades que habían pertenecido al empresario y ofreció las acciones de Papel Prensa a los cuatro diarios de mayor circulación del país: La Nación, Clarín, La Razón y La Prensa (este último rechazó el ofrecimiento). El 2 de noviembre de 1976 la dictadura obligó mediante presiones y amenazas a la viuda de Graiver, Lidia Papaleo, a firmar el pre-boleto de venta de las acciones a Fapel S.A., la empresa que habían constituido los tres diarios en 1974, con peso mayoritario del Grupo Clarín. Esta empresa, que se había creado para construir una planta ante la eventualidad de quedar fuera del proyecto de Papel Prensa, solo tenía en 1976 una existencia formal.
Lidia Papaleo no tuvo más opción que ceder las acciones y el gobierno apuró la resolución de la venta, para inmediatamente secuestrar a la familia Graiver y a otros colaboradores del grupo por sus relaciones con la “subversión”. La Comisión Nacional de Recuperación Patrimonial (CONAREPA) incautó la mayor parte de los bienes de Graiver. En el caso de Papel Prensa, la operación se concretó el 18 de enero de 1977. Con esta asociación entre el estado y los diarios, las Fuerzas Armadas –que ya tenían en sus manos a los medios radiales y televisivos– se aseguraron un control directo sobre la estratégica producción de papel, ya que el 25 por ciento del paquete accionario que mantuvo el estado le otorgaba derecho a veto sobre sus socios privados.
Las irregularidades denunciadas en el traspaso de las acciones son demasiadas para tratarse de una transferencia normal. Por ejemplo, la compañía Fapel S.A., utilizada por los diarios Clarín, La Nación y La Razón para comprar las acciones, no registró ninguna actividad desde su creación, el 10 de julio de 1974, hasta el 2 de noviembre de 1976, cuando se realizó la operación. Fapel S.A. no se encontraba, al momento de la transacción, legalmente regulada ante la Inspección General de Justicia. Como la empresa no contaba con capital suficiente para comprar las acciones, por el total de 7.345.400 dólares en que la habían valuado los propios compradores, se hizo efectiva con un adelanto de 7 mil dólares, es decir, menos del 0,1 por ciento del total. La última actividad de Fapel S.A. fue el 10 de noviembre de 1976, ocho días después de la adquisición, cuando vendió esas acciones adquiridas a los diarios La Nación, Clarín y La Razón en partes iguales. El 1 de julio de 1988 fue disuelta por “impracticable su objeto”.
Otra circunstancia totalmente inusual tiene que ver con que al momento de la compra se desconocía la cantidad de acciones involucradas en la negociación. Recién el 5 de noviembre de 1976, en el juicio por la sucesión de David Graiver, se ordenó realizar un inventario de las acciones de Papel Prensa S.A. que se encontraban en el Banco Nacional de Desarrollo. Ese inventario fue entregado casi un mes después de firmada la cesión. A los cuatro meses, el 24 de marzo de 1977, el asesor de menores de María Sol Graiver (hija del empresario asesinado) pidió informes acerca del valor de las acciones, y el 4 de agosto el Banco Nacional de Desarrollo presentó un informe sobre el precio de las acciones compradas por Fapel S.A. que demostraba que el valor pagado había sido “sensiblemente inferior” al real. El acta número 14, de diciembre de 1976, de la Junta Militar daba un plazo de noventa días para que los acreedores reclamaran sus derechos, pero esto no pudo concretarse, ya que exactamente cuando se cumplía ese plazo comenzaron las detenciones ilegales y desapariciones de los integrantes del grupo Graiver. En abril de 1977 fue designado el general de brigada Oscar Gallino como “preventor militar” de la investigación sobre el tema que encabezó la CONAREPA; al día siguiente de ser designado Gallino recibió la visita de los directores de Clarín, La Nación y La Razón. Le exigieron que el paquete accionario del grupo “fundador” de Papel Prensa S.A. no fuera incluido en la investigación. Dos días después fue visitado nuevamente, esta vez por los directores y sus abogados.
En medio de la masacre que los militares dirigían, la posibilidad de condicionar a la prensa nacional a través del papel –una prensa ya autocensurada por cuestiones de supervivencia en relación con la cuestión de las desapariciones y las disputas inter e intrafuerzas– era una significativa herramienta política. Al mismo tiempo los dueños de los diarios habían tenido que agradecer que se les permitiera continuar funcionando, y solo se les exigía a cambio mantener silencio sobre ciertos temas sensibles y colaboración cuando les fuese requerida.
El acuerdo final sobre Papel Prensa incluyó diferentes privilegios, protección y exenciones de parte del gobierno de facto. Sobre todo, se destacó el decreto que gravó con aranceles de hasta el 53 por ciento a la importación de papel, lo que constituía una protección estatal arbitraria que contradecía el discurso de libre mercado y eficiencia competitiva adoptado por la conducción económica. Esto acarrearía controversias con otros funcionarios del gobierno, como el secretario de Hacienda, Juan Alemann, durante 1979, y con los diarios que habían quedado fuera del negocio.
Las concesiones que el gobierno militar otorgó a los grandes diarios, y en particular a Clarín –Ernestina Herrera de Noble y Héctor Magnetto contaban con el control del 82 por ciento de las acciones–, pueden integrarse en el marco de la existencia, durante la dictadura, de ámbitos privilegiados de acumulación que beneficiaban a grandes grupos económicos afines a la gestión. Clarín apelaba, al igual que hoy en día, al efectista argumento de la necesidad de contar con un periodismo “independiente” y garantizar la libertad de prensa. Si bien ambos reclamos son legítimos, poco tienen que ver con las acciones y la política de Clarín, especializado en conspirar contra gobiernos populares y democráticos, y florecer al amparo de las bayonetas y el genocidio, incrementando así sus pingües negocios privados. Además, no debe olvidarse que, en lo referido a la libertad de prensa, Clarín había aceptado voluntaria e interesadamente su restricción, atendiendo a las circunstancias “excepcionales” de la “lucha antisubversiva” que atravesaba el país.
Los familiares de Graiver e integrantes de su grupo fueron detenidos ilegalmente y desaparecidos por las fuerzas de seguridad a partir de marzo de 1977: el día 8 de marzo Juan Graiver de Papaleo; el 12, Dante Marra, Julio Daich y Enrique Brodsky; el 14, Lidia Papaleo, Silvia Fanjul y Lidia Gesualdi; el 15, Jorge Rubinstein; el 17, Isidoro Graiver; el 22, Martín Aberg Cobo; el 1 de abril, Edgardo Sajón; el 12, Rafael Ianover; el 15, Jacobo Timerman y Osvaldo Papaleo; el 19, Orlando Reinoso; el 22, Eva Gitnacht. Todos ellos fueron llevados al centro clandestino de detención conocido como el Pozo de Banfield, donde sufrieron torturas de todo tipo para que “confesaran” su relación con Montoneros e informaran dónde se hallaba el dinero del secuestro de los hermanos Born. Algunos de ellos continúan desaparecidos, otros murieron a causa de las torturas aplicadas, mientras que varios integrantes de la familia Graiver pasaron a estar detenidos legalmente y sometidos a un proceso militar, acusados de estar vinculados con la “subversión”. Los diarios Clarín y La Nación coincidieron en presentar una conveniente explicación que los liberaba de culpa y cargo: las detenciones de la familia Graiver se habrían debido a la vinculación de David Graiver con la organización guerrillera Montoneros y no con la venta/cesión de Papel Prensa, que había ocurrido cinco meses antes.
La relación entre Clarín y la Junta Militar puso de relieve la importancia de los intereses económicos en la acción concreta de las empresas periodísticas. Se dio una articulación de intereses empresarios y perfiles ideológicos particulares. Clarín fue el principal divulgador de las políticas de la dictadura, formador de una opinión pública favorable y legitimante de la gestión y recibió como compensación la sección fraudulenta de Papel Prensa, que le permitió consolidarse como grupo mayoritario y así iniciar el proceso de construcción de su oligopolio mediático.
La propaganda permanente del régimen estuvo ligada, la mayor parte de las veces, a la construcción, en sentido público, de enemigos de la causa nacional. Esto no debe ser pensado como una acción homogénea y coherente del conjunto de las Fuerzas Armadas, ya que la única acción publicitaria consensuada remitió a su pretendida lucha contra la subversión. En las demás cuestiones las diferencias se acrecentaban a medida que avanzaba el plan de gobierno. La competencia entre el Ejército y la Marina, especialmente, fue una constante del período, pero no la única. También se registró, dentro del Ejército, la puja entre “duros” y “moderados”. La subversión era enemiga no solo porque implicaba un modelo de construcción social y económica muy diverso del chauvinismo de derecha, conservador, católico y liberal exportador que imponía la dictadura, sino que además se remarcaba que la militancia social, la izquierda y la guerrilla respondían a intereses foráneos. Era la “subversión apátrida”, que no pertenecía a la “argentinidad” que se abrogaban para sí los genocidas y los beneficiarios de sus crímenes.
En este sentido, el conflicto limítrofe con Chile por las islas del canal de Beagle, que fue impulsado por la Marina en 1978 y llevó a la Argentina al borde de la guerra con el país vecino, fue explotado con fines chauvinistas y propagandísticos. Puede considerarse un antecedente en términos de manipulación de la opinión pública de lo que luego sería la Guerra de Malvinas.
Paralelamente a la necesidad de propaganda interna para adoctrinar a una población inmovilizada y amedrentada por el terror, aumentaban el descrédito externo y las críticas internacionales. En función de estos dos aspectos fue planificado el Mundial de Futbol de 1978. En lo que respecta a política internacional, 1977 fue un momento amargo para los conductores del Proceso debido a la asunción como presidente en los Estados Unidos del demócrata James Carter, que alentó una política exterior vinculada al respeto y control de los derechos humanos. Además, grupos de argentinos exiliados, desde el momento mismo del golpe, hacían acusaciones públicas de las acciones de una dictadura sangrienta y se reiteraban las denuncias de organismos internacionales, como Amnesty International. Ante las múltiples imputaciones, el gobierno estadounidense optó, en 1977, por reducir los créditos hacia la Argentina y, en 1978, le efectuó un embargo de armas.
En este contexto de presiones internacionales se puso en marcha una poderosa propaganda con el fin de deslegitimar las denuncias realizadas desde el exterior, así como las que comenzaban a surgir internamente. El Campeonato Mundial de Fútbol realizado en 1978 en el país pretendió ser el trasmisor de una imagen de gobierno equilibrado y de una sociedad comprometida con la causa. Frente a las acusaciones de violación de los derechos humanos, la propaganda oficial exclamaba: “Los argentinos somos derechos y humanos”. El gobierno procuraba ocultar cualquier indicio sospechoso y demostrar que los argentinos vivían libres, en paz y disfrutando de la “Fiesta de Todos”. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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