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6 de mayo de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo XXVI)

Permanecerían juntos algunos meses. Cada amanecer, Monterroso rezaba durante veinte minutos exactos, y comenzaba la redacción de los despachos y bandos y una historia del caudillo que sería abortada casi en sus comienzos por la muerte de Ramírez.

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por:
Juan Basterra

Después de la derrota y el exilio de Artigas, Ramírez hizo selección entre los prisioneros. Algunos fueron encarcelados. Unos pocos se amancebaron con mujeres correntinas; otros decidieron dar con sus huesos en la provincia de Entre Ríos.

El 7 de septiembre Ramírez mandó traer desde la celda al fraile apóstata José Benito Monterroso. El entrerriano, que conocía bien los antecedentes del cura, lo recibió de pie, detrás de un escritorio atiborrado de despachos y oficios.

-Excelencia -saludó Monterroso, antes de aplicar un ruidoso besamanos en la diestra del caudillo-. Gracias por revelar a este humilde servidor la efigie de uno de los principales héroes de la causa americana.

Ramírez sonrió ante la zalamería pontifical del cura y contestó:

-Déjese de cumplidos. Un enemigo de Ramírez es un enemigo de la Causa de los Libres. Usted se encuentra en ese sitial en este momento -el caudillo hizo una pausa deliberada mientras contemplaba los hábitos harapientos del franciscano-. Lo he mandado llamar, porque sé que su eminencia es un hombre de nombradía y mérito, y esos son los hombres que necesito para engrandecer mi provincia y mi nombre. Si antes sirvió al traidor de Artigas, es tiempo de que me sirva ahora a mí.

Monterroso sonrió confuso, y respondió:

-Gracias, vuestra excelencia. Pensé que me había mandado a llamar para fusilarme.

-Bien se lo tendría merecido, por atentar contra la provincia de Entre Ríos -continuó Ramírez mientras miraba de soslayo la presencia de dos de sus oficiales-. La mano del señor, sin embargo, ha dispuesto otra suerte para usted. Lo necesito para llevar al día mis papeles y mis asuntos, que cada día están más atrasados. Esto no es un pedido, creo innecesario aclararlo: es una orden.

El cura, quien hasta hace apenas unos minutos antes había esperado con ánimo estoico el exilio o la muerte, contestó:

-Los designios de usted son los míos. Dígame de que manera puedo comenzar.

-Traiga sus plumas, si es que todavía las conserva -Ramírez palmeó afectuosamente al franciscano-. Debemos redactar el parte de guerra.

Permanecerían juntos algunos meses. Cada amanecer, Monterroso rezaba durante veinte minutos exactos, y comenzaba la redacción de los despachos y bandos y una historia del caudillo que sería abortada casi en sus comienzos por la muerte de Ramírez.

Lector de los autores del iluminismo francés y teólogo avezado, había mandado grabar en las tapas de todos sus libros -y en los costados del arcón trashumante que lo acompañaba en su vida itinerante- la cruz de los Caballeros de Malta junto a la sentencia latina presente en el libro de los proverbios: “Initium Sapientiae Timor Domini”.

Su espalda martirizada por la disciplina y el cilicio sería la manifestación visible de la sujeción a tal precepto. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, La cabeza de Ramírez

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