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11 de junio de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo XXXI)

Francisco Ramírez y José Miguel Carrera se verían por última vez en junio de 1821. Carrera había llegado con casi 700 hombres a Paso de Ferreira, sobre la margen izquierda del río Tercero, después de haber devastado todos los poblados ubicados entre el río Cuarto y el Tercero y de haber sitiado la capital cordobesa.

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por:
Juan Basterra

Debajo del toldo principal de cuero de yeguarizo aguardaba Ramírez. Carrera avanzó resueltamente hacia el caudillo. Ramírez olió la discordia en el aire pero abrazó a su amigo. Carrera habló:

—General, sean dichosos los dioses que me permiten volver a verlo en estas tierras del demonio. 

Ramírez se impacientó: 

Miguel, dejemos los discursos. El tiempo es oro. El traidor de Bustos es parco, y nosotros debiéramos serlo más. Tengo un plan que puede cambiar la suerte de nuestras tropas y nuestro propio destino. Es de eso de lo que tenemos que hablar.

Carrera buscó un pequeño taburete situado frente al catre de Ramírez y dejándose caer pesadamente, pidió a uno de sus comandantes que obsequiase al caudillo los vinos sanjuaninos que acompañaban a la tropa desde San Luis.

—La situación es desesperada, Miguel-Ramírez se acercó al taburete-. No podemos atacar la capital porque carecemos de infantería. Podríamos sitiarla, hacer un entretenimiento, pero esto correría en contra nuestra debido al tiempo que otorgaríamos al avance de las tropas enemigas. Nuestra única salida es ganar el Chaco para, desde ahí, cruzar hacia Corrientes y poder llegar a mis tierras.

—No estoy de acuerdo con su idea de escapar hacia el Chaco. Demostraríamos nuestra debilidad, y Entre Ríos no puede aportarle más hombres. Es muy diferente mi situación en el Oeste. Puedo tener un poder de recluta importante y podríamos acrecer al doble el tamaño de nuestras fuerzas. Cuyo es una tierra de promisión -continuo Carrera, sin sospechar el terrible fin que le esperaba en ella- capaz de recomponer las heridas que nos afligen y de actuar como bastión frente a cualquier fuerza que pretendiese disputárnosla. Además, a nuestras espaldas tendríamos los Andes, y en eso sí, ninguna tropa tendría imperio sobre nosotros.

Ramírez, a quien, a decir verdad, la verborragia de Carrera comenzaba a molestar de una manera cada vez más creciente, contestó:

—No creo que sea conveniente lo que propone. Cuyo está demasiado alejado del campo de operaciones de nuestras pretensiones y perderíamos todo vínculo con los hombres que podrían llegar a auxiliarnos. Es mejor, en todo caso, apoderarnos de Córdoba, e intentar, con la ayuda de los hombres de Ibarra en Santiago del Estero, hacernos con el poder en este centro del país para de ahí poder irradiar sobre el este y el oeste. Esta es mi decisión, general, y espero encuentre calurosa acogida en su pecho.

—Lo discutiré con mis comandantes -respondió Carrera- pero usted mismo acaba de decir que no podríamos tomar la capital. ¿Cómo haríamos para hacernos con toda la provincia?

—Podríamos atacar a Bustos en Cruz Alta, donde según mis hombres se están parapetando los Batallones de Infantes que comanda. Humillándolos, el general Cruz tendría dura resolución con respecto a la continuación del combate.

—Deme diez horas -Carrera se levantó del taburete y abrazo a Ramírez-. Mañana a primera hora tendrá mi respuesta.

Ramírez no durmió en toda la noche. Que Carrera, a quien él había acogido y protegido, se permitiese dudar de su capacidad militar lo mortificaba tanto o más que las traiciones de López y Bustos. Pensó: “Esta es la moneda o limosna que recibo por mi generosidad. Moneda falsa, por supuesto, que por sus dos lados lleva grabadas la harpía y las furias. Carrera debería ser fusilado por su insolencia”.

Al filo de la mañana Ramírez debería cambiar penas por alegrías: Carrera y sus comandantes acompañarían al caudillo en su partida contra las tropas de Bustos acantonadas en Cruz Alta.

Carrera sería honesto en su propuesta a Ramírez:

—General: mis hombres secundarán nuestro intento contra las tropas de Bustos. Ni que decirle tengo, de que en tal decisión he tomado parte, y mi suerte será la de mis hombres. Si vencemos permaneceremos con usted. De ser derrotados, nos esperan nuestros pueblos. Es una decisión tomada. Espero que Dios nos ilumine en nuestra empresa, y de no ser así, quedo con el tremendo honor de haber combatido a su lado.

Las tropas de Ramírez y Carrera fracasarían en su ataque a Cruz Alta. Un enemigo bien pertrechado, con abastecimiento seguro y con una artillería despiadada, detendría la carga de los “bravos” de caballería de los dos generales. Aquella misma tarde -en medio de promesas de lealtad y deseos de buena suerte, y en las proximidades de Fraile Muerto- separarían sus destinos. Carrera volvería al oeste. Ramírez intentaría ganar el norte. La suerte, como el duro astrágalo de la taba, comenzaba a serles esquiva. Ambos serían muertos al cabo de pocas semanas -el mismo Carrera sería traicionado y entregado por sus subordinados-, y sus restos, sometidos a la impiedad de los hombres y la indiferencia de la Naturaleza, establecerían mojones sangrientos en la castigada geografía de la patria. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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