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25 de junio de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo XXXIII)

El soldado desmonta, afila su cuchillo en los pastos, y casi maternalmente, como si arrullara a un niño dormido, recuesta el cuerpo del caudillo sobre el regazo.

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por:
Juan Basterra

Las cosas habían sucedido como las relatara Anacleto Medina.

Tratando de ganar el norte, los hombres de Ramírez se dirigen hacia Santiago del Estero. En las proximidades de Villa María del Río Seco, a pocas leguas de San Francisco del Chañar, las divisiones de Francisco de Bedoya aguardan expectantes. Sus hombres saben muy bien que el exterminio de la pequeña columna es cuestión de horas. El mismo Bedoya lo dice:

-Estos hombres serán muertos. Están como el carancho dando vueltas porque se saben perdidos. Hay que arriarlos para estos lados. Después es cosa fácil.

No había alharaca en las palabras de Bedoya. Ninguno conocía las singularidades del lugar ni las posibilidades de aniquilación mejor que él mismo. Cuatro años antes había comandado una partida de grandes proporciones en dirección al Chaco, para una misión punitiva sobre los indios, y esa comandancia le habría de ser otorgada por su extraordinario empirismo y su sentido de las posibilidades.

A la vanguardia de sus hombres, constituyendo la punta de lanza, y oficiando como venteadores y baqueanos, van los “caris del Río Seco”, aquellos a los que Leopoldo Lugones -su coterráneo y casi 80 años después- encumbraría al parnaso literario en su obra “Los Romances del Río Seco”. Un poco más atrás, y comandado por el teniente de Dragones, José Maldonado, avanza un grupo de 147 hombres. Las crenchas de los soldados están blanqueadas por el polvo que desprenden las cabalgaduras. Llevan tercerolas en bandolera, carabinas y facones caroneros de limeta de hierro.

Ramírez se aproxima al Rio Seco. El caudillo presiente su fin. Ordena a Anacleto Medina:

-Lleve a la Delfina adelante. Vamos a hacer una distracción a los hombres que nos siguen -El azul de los ojos de Ramírez es un topacio que refulge en medio del rostro curtido por el sol-. Trate de ganar el Chaco y que Dios sea con ustedes.

-General -avanza Medina-, nuestro lugar está con usted. El coronel Medina y sus hombres no conocen otro.

-No se discute una orden -Ramírez avanza con su alazán hasta el moro de Medina y le tiende la mano-. Usted sabe muy bien en qué lugar se encuentran los hombres valientes. Nos veremos ahí.

-Como ordene, mi general -la voz de Medina amenaza quebrarse-, y que la virgen lo cubra con su manto.

-¡Nos vamos! -grita Ramírez a los siete sobrevivientes de su escolta-, ¡en aquel palmar nos esperan esos desgraciados!

El grupo cabalga hacia un terreno bajo de palmera blanca. La última luz de la tarde recorta las figuras de los ocho gauchos. Cuatro habrán de sobrevivir. El resto será ultimado por los Dragones de José Maldonado -hombres superiores en número y armamento- apenas despunte el alba.

Ramírez morirá de un tiro en la espalda. Uno de los soldados de Maldonado -desertor santiagueño de las tropas del “Supremo”- será el encargado de reconocer sus restos. Desmontan seis hombres. Maldonado ordena:

-Pedraza, corte la cabeza. La presa debe llegar intacta a Santa Fe.

El soldado desmonta, afila su cuchillo en los pastos, y casi maternalmente, como si arrullara a un niño dormido, recuesta el cuerpo del caudillo sobre el regazo. La mano peina la radiante cabellera de Ramírez. Lo que viene después, es cosa sencilla.

El cuerpo no importa. Desvestido de sus prendas, y desnudo, se arroja a una aguada con cortaderas en los bordes.

Los caranchos del palmar, expectantes, sabrán culminar la faena. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, La cabeza de Ramírez

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