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2 de julio de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo XXXIV)

La cabeza de Ramírez viajó hacia Villa María del Río Seco dos horas después del degüello.

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por:
Juan Basterra

El mismo Maldonado daría la orden:

—Se la lleva para el poblado, sacristán. Mañana la enviamos hacia Santa Fe. Monte el caballo del finado. 

José Piedrabuena -“Tata José de la Virgen”-, sacristán de la parroquia, un hombre en el que la piedad y la crueldad convivían fronterizos, ensilló el alazán, y a galope tendido enfiló hacia el pueblo. La cabeza había sido tratada con sal antes de ganar el fondo de un costal de cuero de ternera. Maldonado fue claro al respecto:

—Que todos vean la aflicción de este traidor. Que todos sepan -a Maldonado rodeaba la mayoría de sus hombres- el destino que les aguarda a los que con promesas vanas y ardides del demonio, tratan de obstaculizar los designios de la patria. Usted, Uribarry -continuó Maldonado-, arme un chasque que lleve las nuevas al coronel Bedoya. Dígale que la cabeza viaja a buen puerto.

—A la orden, mi comandante, espero su bando.

El sacristán Piedrabuena tardaría menos de una hora en llegar al pueblo. Desde el mangrullo natural de los cerros divisaron la polvareda que el alazán levantaba en su tránsito desbocado. Piedrabuena gritaba mientras blandía una tacuara en cuyo extremo balanceaba el bolsón que custodiaba la cabeza:

—¡Ramírez! ¡Ramírez!

Hasta la plaza llegaron corriendo los gurises, las mujeres y los pocos hombres que oficiaban como custodia. Todo era expectación y el sacristán supo desempeñar con acierto su papel:

—En esta jerga esta la cabeza del caudillo Ramírez. Es esta una señal del Señor a nuestro pueblo. Será remitida a Santa Fe para su exhibición pública. A las ocho se oficiará misa en nuestra iglesia. Es un día de alivio y felicidad para nuestra parroquia. Los esperamos.

En el campamento de Bedoya, y casi en el mismo momento de la llegada del sacristán a la villa, todo era regocijo con las buenas nuevas de Uribarry. El mismo coronel ordenaría el sacrificio de dos mulas para el festín de la noche. Los hombres vitorearon la orden mientras Bedoya anunciaba:

—Paga doble para las divisiones, mañana. Ese hombre ya está muerto.

Villa María del Río Seco mostraba el color festivo de las épocas de celebración. En todas las casas se encendían las velas de cebo que se guardaban para los días de regocijo, mientras en cada patio las vihuelas requintadas y los charangos con dobles primas comenzaban a bordonear el ritmo acelerado de las cuecas.

Muy diferente al destino de esos felices era la suerte de la cabeza de Ramírez. En un alero oscuro, tres “caris” de las fuerzas cordobesas confeccionaban un retobo de piel de carnero para la cabeza del caudillo. Uno de los hombres observaba los ojos todavía intactos de Ramírez. La mirada del “Supremo” -sintió oscuramente- estaba dirigida a un mundo que ningún mortal podría conocer, alejado de las fatigas cotidianas, ajeno a las pequeñas preocupaciones que tejen los días sucesivos, absolutamente desvinculado de todo odio y de todo amor.

La compasión invadió al duro soldado cordobés. Cerró por última vez esos párpados finales, cortó a cuchillo un bucle de la humillada cabeza -que serviría como amuleto y que guardó en uno de los bolsillos de su cinto- y con paso firme se dirigió hacia la capilla del pueblo, donde habría de pedir el perdón de sus pecados y ofensas y la salvación del alma del difunto. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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